Facebook, las armas y mi abuela
La praxis política sin divertimento no tiene encanto. Sería tarea de adusto y gruñón anacoreta, de cenobita, y si bien tengo vocación para la soledad, lo monacal no es mi oficio. El fin de semana pasado realicé dos ejercicios a través de Facebook que me produjeron gran regusto. Doy como premisa que una de las más grandes cosas que me ha sucedido en la vida es la existencia de las redes sociales: publicar sin pedir permiso a nadie es altamente gratificante, si visualizan que el que esto escribe viene de la rudimentaria época en la que Gutenberg seguía absolutamente vigente con su tipografía de plomo y antimonio. Al grano, empezando por lo principal: publiqué dos “estados” y empiezo, sin apego cronológico, por el siguiente:
“Ahora ya saben cuál es el tamaño del Estado de derecho; ¿le seguimos, o a las armas? ¿Cuál es el camino?”. Llamó mi atención de inmediato que todos los comentarios dieron por sentado que me refería a la bondad judicial con Javier Garfio. Y, en efecto, no se equivocaron. Luego nadie reparó en el hecho de que tal bondad es, precisamente, lo que sirve de metro para el precario Estado de derecho que tenemos, afirmación incontrastable. Luego pregunté si le seguimos y la inmensa mayoría de los comentaristas dijo “adelante”. Lo que llamó la atención fue la alusión a las armas y no es para menos, pues se dio por sobre entendido que las sugería, sin más ni más, para cambiar el estado de cosas que tenemos y nos agobia, desentendiéndose a continuación de la pregunta central: “¿Cuál es el camino?”, para derrotar al régimen de corrupción e impunidad que en México y Chihuahua tiene por rostros a los Duarte, los Herrera Corral, los Garfios y demás miembros de esa cáfila priísta.
No pocos dijeron que sí a las armas, porque la historia de México, sus avances progresivos, sus conquistas de Independencia, Reforma, Revolución y trasiego hacia la democracia se han visto acompañadas, en menor o mayor grado, por empuñar las armas, con las consecuentes muertes y derramamiento de sangre.
Entre la disyuntiva de la crítica de la armas y el arma de la crítica, los comentarios se decantaron por la primera y eso es un signo de estado de ánimo que debe preocupar. Menudearon las burlas, empezando por aquella de que sólo podemos tomar la computadora y dar like o tomar el celular y enviar un whats. Agradezco a quienes me denostaron alarmados porque pensaron que preconizo la violencia y, desde luego, agradezco la recomendaciones bibliográficas y las apologías de Gandhi, que en mi caso ni están de más ni están de menos.
En el fondo la pregunta es ¿qué hacer? Es concluyente que a nadie satisfizo el desenlace del escándalo Garfio; basta salir a la calle, encuestar a los vecinos, para imponerse de esa información, darse cuenta. Pero un estado de ánimo no es una respuesta a la pregunta, aunque sí un presupuesto muy importante. Pienso que la lucha hay que darla en los tribunales, en los medios, en el debate cotidiano, en la barra de la cantina, en los atrios de los templos porque adentro es imposible y, sobre todo en las calles con grandes y consistentes demostraciones ciudadanas. Que no quepa duda de mi compromiso: estoy por la no violencia, soy de los pocos que no han terminado por descreer del derecho y por apostar por una nueva república de instituciones. Pero no nos engañemos: eso no significa ni comodidad, ni confort, ni ausencia de sacrificio, ni el cartabón de una paz de indolentes. No obtendremos lo posible sin grandes luchas y desobedecer normas, órdenes de autoridad irracionales, y correr todas las consecuencias es un camino que puede conducirnos a superar este aciago momento.
Hasta ahora la lucha contra la corrupción duartista ha producido violencia en contra de los que la postulamos y la llevamos a la calle. Hemos recibido amenazas, descalificaciones calumniosas sistemáticas, agresivas violaciones a nuestros derechos humanos y golpes físicos que denotan una intensión exterminatoria de la disidencia y, sin embargo no nos hemos arredrado, especialmente en la trinchera de Unión Ciudadana, que desde afuera del poder y de la nómina seguimos reivindicando la presencia activa de la gente en esta batalla. De todas maneras estamos a la búsqueda de un camino y de ahí la interrogante feisbuquera.
No estamos a favor de las armas. Es una obviedad decirlo porque ahí están los hechos, los textos públicos, los discursos en la plaza, los videos, las conferencias, los resultados electorales, pero hablar de las mismas tiene pertinencia porque no todos piensan de la misma manera y hay mucha pobreza, desesperación, incontenible dolor que es el caldo de cultivo de la vieja forma de lucha de los mexicanos. Así que colocar el tema en redes no está por demás.
Aquí un brinco. En otro post afirmé:
“Pascualita es de Jalisco, se apellida De Santos y fue mi abuela”. Era precisamente el momento en que el viejo maniquí de la esquina de Ocampo y Victoria en Chihuahua, que tantos suspiros provoca en las casaderas, se empleaba como un distractor. Chihuahua estaba desolada, Pascualita se había ido y no había certidumbre de si volvería a su legendario aparador. Se trató de provocar una angustia que ni Soren Kierkegaard habría sospechado, y provocar mayores miedos que la cíclica aparición periódica del cometa Haley.
Quienes me siguen en Facebook se asombraron, otros pidieron explicaciones y los más no creyeron en el parentesco sugerido. No entendieron la mofa y el sarcasmo y tampoco tenían por qué, ni mayores elementos. Pero el post es absolutamente verdadero: mi querida abuela paterna que cuidó de mi niñez, se llamó Pascuala De Santos, nació en Encarnación de Díaz cuando el registro civil no cumplía a plenitud su tarea. Y nada más.
Cosas de las redes, del Facebook, de la vida y del divertimento. Perdón, si molesté.