Gran revuelo causó la resolución de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia en torno a lo que ahora se llama “el uso lúdico” de la muy famosa mariguana, yerba cuya abstinencia, según sabiduría nacional, impedía la locomoción de la cucaracha. En realidad el tema de la legalización de esta y otras drogas se ve lejano; es milimétrico el avance que se da con el amparo que protegió al manojo de personas que se agruparon bajo el nombre de SMART. La ya más que centenaria política del prohibicionismo en materia de drogas legales o no legales, debe ser revisada a fondo en un mundo que ha alcanzado una complejidad enorme, que ya no es ni remotamente el de principios del siglo XX. Ni siquiera hay un paralelismo entre la época de Al Capone y la de Pablo Escobar, por sólo poner dos ejemplos de grandes delincuentes que llegaron para quedarse en el imaginario de lo que es violencia y el lado negro de la sociedad.

El fallo, que protegió el uso recreativo, tuvo un alud de respuestas que nos sirven de termómetro para examinar la sociedad en la que vivimos y, particularmente, la escasa valía que tiene el Estado de derecho entre funcionarios, líderes religiosos, profesionistas de la medicina, en fin, entre todos los que se han lanzado al ruedo para dar sus opiniones, las más de las veces a la ligera. Empezaré por recordar que mal se habían emitido los votos mayoritarios en la Sala donde se substanció y falló el amparo, cuando la Presidencia de la república ya estaba deslindándose del tema, en una franca transgresión a la división de poderes y aclarando lo innecesario, en el sentido de que no significaba la legalización; aunque, como es obvio, por pequeños que sean los alcances del fallo protector, algo hay de ello, como también sucedió en su momento con la celebración de matrimonios igualitarios.

En un legítimo Estado de derecho, con división de poderes auténtica y genuina, la Presidencia de la república no tiene por qué estar “aclarando” los alcances de una institución como la Suprema Corte de Justicia de la Nación, como esta tampoco puede censurar a los otros poderes y su interacción con los mismos se da a partir, precisamente, de sentencias, que no de opiniones, y mucho menos de aclaraciones carentes de fundamento. Pareciera que el gobierno de Peña Nieto tiene que dar inmediatas explicaciones al sector más conservador de la sociedad mexicana a la manera de aclararles de manera privilegiada lo que está contenido en una resolución del más altísimo nivel que no tiene por qué recibir el tratamiento de enmendación de plana. En particular, al presidente atlacomulqueño le urgió quedar bien, por ejemplo, con la jerarquía católica, con los sectores más conservadores, cercanos al gobierno y los intereses de Washington, que respetar el marco institucional que existe en México, por una parte; y por la otra, vulnerar el papel que corresponde a la Suprema Corte de Justicia como máxima intérprete de la Constitución.

No se auguran buenos días para el país, de seguir así, si la Corte no tiene el grado de respetabilidad que se necesita para que haya un gobierno de leyes en México, porque si a cada resolución que se dicte sobreviene una revancha, de donde venga, eso hará mella al máximo tribunal del país y lo va a estar meciendo a como corran los vientos, y eso constituye, a la larga, el germen más pernicioso que hay para un Estado de derecho que tiene como sustento un Estado de raigambre liberal como el nuestro, por más deformado que se encuentre.

En otra vertiente, quiero comentar que hubo prácticamente un tsunami de declaraciones, no de interpretaciones ni de posicionamientos serios a un problema. Y van desde los jerarcas religiosos que condenan de manera pertinaz todo lo que no convenga con sus dogmas, hasta los empresarios blanqueadores; otros que dan estadísticas sacadas de la manga porque no hay ninguna investigación que las respalde; no faltan los que, hablando de organizaciones fantasmales (hay uno que se asume miembro de un Consejo Nacional de Líderes Sociales) que ya culpan a los jueces de la destrucción de la niñez; también están los que dicen que no se consultaron a los expertos en drogas; y las infaltables palabras de gentes carentes de inteligencia y responsabilidad pública, como Javier Garfio, que se atreve a catalogar una resolución de la Corte como negativa para la sociedad, cuando él, por su función pública, estaría atentando contra la división de los poderes; o la opinión, siempre oportunista y siempre conservadora, de José Miguel Salcido Romero, que también censura a la Corte, desentendiéndose de alguna manera de la subordinación en la que se encuentra el poder que usurpa como presidente del Judicial acá en Chihuahua.

No hay autocontención en quienes debiera haberla, y esto lo propicia también el comportamiento de los dueños de no pocos medios, que más que informar y hacer periodismo de investigación, ajustan sus dogmas conservadores, aplicables al caso, para propalar ideología como los norteamericanos lanzaron bombas sobre Vietnam. En ese marco, es conveniente tener en presencia la opinión de Pablo Girault, egresado del ITAM y directivo de la Fundación Dondé, uno de los postulantes que inició este litigio estratégico que llevó a la resolución de la Primera Sala del máximo tribunal del país con la finalidad de “reafirmar el Estado liberal y que le entremos al tema en un sentido de salud y no penal”, palabras valiosas si las vemos a la luz de la propia opinión que le antecedió en el sentido: “Si bien yo soy uno de los cuatro que tienen permiso para el consumo, yo lo hice por mis convicciones como mexicano y por un país mejor, pero no tengo ganas, ni deseos, ni voy a consumir cannabis”. Más claro, ni el agua, pero para los fanáticos esto no existe.

Para otro sector de los muchos declarantes, estamos en presencia de una caja china, de una cortina de humo. Pensemos por un momento que esto es cierto; de todas maneras no pueden prescindir de un hecho real y consumado: la Suprema Corte de Justicia ha emitido una resolución que marca un antes y un después y que si algunos la emplean, tácticamente como distraccionismo, de todas maneras esa resolución ahí está, tiene la máxima fuerza y ha puesto en el tapete del debate nacional el tema del reenfoque y tratamiento de las drogas en un país en el que la corrupción que se origine en ellas y la violencia y depredación que ha traído consigo, justifica empezar a dar un viraje hacia soluciones de otro corte y no las que el prohibicionismo fijó hace ya más de cien años.

El que esto escribe, al igual que Pablo Girault y todos los amparistas, no ha consumido drogas nunca ni quiere hacerlo ni en el presente ni en el futuro. Eso no me hace mejor que nadie, pero tampoco me resta el ejercicio de derechos para exigir lo que se ve débil y vulnerado en estos días: el papel de un Poder Judicial que se atreve a jugar su rol y que, no puede estar a merced de poderes fácticos que tuerzan su voluntad para asequir la protección de sus intereses.

Ya es tiempo de que esa herencia liberal que se sustenta en nuestra Constitución se convierta en el valladar para cerrarle el paso a quienes se quieren encargar de la vida de todos, ya para abrirles las puertas del cielo o las de una sociedad hipócrita, prejuiciosa y fanática, al grito de que todos vivimos una minoría de edad, que necesitamos tutores y que somos incapaces de decidir y reenfocar en políticas públicas lo que mejor corresponda a los grandes problemas de salud del país, antes que atiborrar las cárceles y perseguir a la población con la guadaña del derecho represivo, que no penal, en sentido estricto.