Si grandes juristas de la talla de Jellinek, Kelsen, o los muy grandes mexicanos Mario De la Cueva y Eduardo García Máynez hubieran sido académicos en la actual Universidad Autónoma de Chihuahua y en su llamada Facultad de Derecho, no habrían desarrollado obra alguna porque, recordando aquel viejo mito del lecho de Procusto, los hubieran obligado a ceñirse estrictamente a una serie de reglas arbitrarias, inhibitorias del pensamiento mismo.
A mis manos llegó un texto que contiene los “criterios editoriales” para la elaboración de artículos destinados a la revista Ubi societas ibi ius (latinajo que significa Donde hay sociedad hay Derecho), que se inicia con las palabras: “Únicamente los trabajos que cumplan con los requisitos de estos lineamientos serán seleccionados para su publicación…”. Ni en las épocas más terribles del oscurantismo y la censura un manual de ortodoxia contuvo tan horribles. Porque, vea usted, los trabajos “deben ser totalmente inéditos” (cosa que es más que posible); pero “totalmente originales”, es el absurdo de los absurdos, porque a estas alturas del desarrollo de las ciencias en general, quién puede decir que algo es “original”; quién, que en la escuela de Derecho de la UACH goza de tan elevado espíritu, preparación y cultura para arbitrar una cosa de este tamaño. Bastaría, por ejemplo, que un texto se apoyara en un pensamiento de John Rawls para privarlo de originalidad, aunque su pertinencia juegue un papel importantísimo en el examen de algún problema del Derecho, de la comunidad o de la sociedad en general. Y si alguien tiene el atrevimiento de violentar esta disposición, con la ocurrencia de examinar algo que ya está bajo el sol, “el autor ya no podrá, por ninguna circunstancia, publicar ningún trabajo de investigación en este Centro de Investigaciones”.
Pero todavía hay más. Los llamados “artículos” que eventualmente se pueden publicar (¿qué significa artículo?, ¿acaso se descarta el ensayo?) no podrán excederse de las treinta cuartillas, y las “recensiones”, es decir las reseñas, de diez, que además deben ser entregadas en un correo electrónico. Pero no paran ahí las lindezas. Los autores deben estar “completamente seguros de que se trata de la versión definitiva”. En otras palabras, debe reinar la más pura certeza que sabio alguno ha alcanzado. Pongo un ejemplo: el influyente filósofo Hegel, cuando mandó a la imprenta su Fenomenología del espíritu, importunó varias veces a los impresores con un sinnúmero de dudas y correcciones. Pero hay otro autor, Honoré de Balzac, que mandaba a la imprenta y a los periódicos sus escritos y novelas por la noche, corregía las pruebas por la mañana, rehaciendo prácticamente toda la obra. Fue así como ahora podemos leer muchísimas cosas de este autor y particularmente su voluminosa Comedia humana. Y otro, para terminar: el mismísimo Gabriel García Márquez, quien le declaraba la guerra a las reglas ortográficas, modificó de última hora sus memorias contenidas en Vivir para contarla.
Podría abundar sobre los criterios de formato que desechan, por ejemplo, usar un estupendo texto con pluma fuente o con una vieja Remington, porque ahora sólo rifa el Word, la hoja tamaño carta, el riguroso margen izquierdo de tres centímetros y los demás de dos punto y medio, la interlínea de uno punto cinco y los doce puntos del Times New Roman y, admonitoriamente se dice, “no se admitirán fotografías ni imágenes”, así se tratara de un reciente hallazgo de un texto de Ulpiano.
Cuando uno lee este tipo de “criterios”, lo que se antoja pensar es por qué mejor no se deja libremente pensar a los académicos, ver la hondura con la que lo hacen, la oportunidad que les asiste, y luego que trabajen los editores, que para eso están.
Pero es mucho pedir en una institución en la que ni hay deliberación, ni libertad de pensamiento, ni escritores de regular talla. Es como querer poner en un carrete los hilos que no hay. ¡Qué sandez!