La paz en Chihuahua sólo existe en el estrecho e interesado discurso de quienes ejercen el poder en la entidad. La paz, construida con solidez y al abrigo del Derecho, es indiscutiblemente un anhelo de todos, salvo de los que medran con la violencia y las armas, con ligaduras indisolubles al narcotráfico. En la retórica y narrativa oficiales ya recuperamos la paz, pero ni las galerías que se adosan a ese engaño se sostienen ante la presencia de las víctimas que han padecido la desaparición de sus familiares. Reconocer la existencia de un problema, su complejidad, como el caso que me ocupa, es iniciar la ruta para su solución o corrección. No es con saliva como se va a acabar el ominoso momento que vive Chihuahua a lo largo de los últimos lustros, es con hechos tangibles y demostrados y, además, sin desentenderse que hay un orden normativo que obliga a ceñirse a la ley.
A cada pronunciamiento grandilocuente, sobreviene un hecho que lo desmiente. La criminalidad, como suele suceder en todo el mundo, cuando se involucran en un explosivo coctel el lavado de dinero, la venta de narcóticos, el tráfico de armas y la desolación por la ausencia de justicia en grandes franjas del territorio, tiene altas y bajas; pero nunca hay que confundir estas últimas con las soluciones de fondo que se expresan en los políticos encargados de la seguridad en las instituciones estatales. Más cuando no se demuestra que hay una acción política, administrativa y de gobierno, de la cual deriva por consecuencia que amaine la delincuencia. Los funcionarios públicos suelen evadir este problema, dicen que hacen muchas cosas pero ni las demuestran, y cuando evidentemente las demuestran, por ningún lado se advierte el eslabonamiento con la disminución de la criminalidad y la violencia (quema espectacular de pacas de mariguana, por ejemplo). Por eso se trata de un retórica barata, bagatelas para el engaño y para ir sorteando el día a día como deseosos de que acaben los periodos de gobierno para huir de la realidad y ensartársela al que sigue. No podemos seguir así. La experiencia internacional alecciona al respecto.
Lo dicho vale para todas las esferas de gobierno en la república, y en particular para lo que sucede en el estado de Chihuahua. En el discurso, la paz; en la realidad, la guerra, la usurpación de las funciones del Estado a manos del crimen organizado. De antaño vienen dos notas –Jean Bodin hace siglos las llamó marcas de la soberanía– que caracterizan el ejercicio soberano del poder: el monopolio de la violencia por parte del Estado y la extensión de su dominio en un territorio perfectamente demarcado. Más allá de cuánta validez tenga hoy esto, la realidad es que el monopolio del fuego está roto; ni las policías ni el ejército tienen la eficacia en el terreno de la disputa y la confrontación para imponerse legalmente, y grandes franjas territoriales, con todo y los poderes municipales, están en manos de los cárteles de la droga. Tan grave es esto en Chihuahua, por referirnos a nuestra región, que quien “gobierna” en varios municipios no es la autoridad municipal electa y que protestó cumplir y hacer cumplir la Constitución. Son los capos regionales, comisarios de los grandes grupos del crimen, quienes toman las decisiones fundamentales y dicen qué se hace y qué no se hace y, de sobra está decirlo, se apoderan de los aparatos de seguridad –tradicionalmente en el abandono–, de la tesorería, proveeduría y de las obras públicas. Son señores de horca y cuchillo. Los gobernantes lo saben y lo toleran, en ocasiones por impotencia, en ocasiones porque están en el negocio, debidamente coludidos.
Lo que he dicho forma parte de la narrativa cotidiana en los más apartados poblados de las regiones rurales y sobre todo serranas de Chihuahua. Y cómo no, si expresa un dolor en el que la perdida de vidas humanas, las desapariciones forzadas, las violaciones a las mujeres, los desplazamientos, son hechos permanentes, delitos continuados, desolación. Pero, insisto, la retórica oficial es que ya recuperamos la paz, aunque esta fraseología no tenga ni por asomo el menor de los sustentos. Este discurso está agarrado no con alfileres, como se decía antes, sino con taquetes y tornillos buscarrosca, como los que emplearon Jorge González Nicolás y Marcelo González Tachiquín para instalar un adefésico memorial que ha alcanzado el repudio generalizado. Ojalá y entiendan que es un signo del tiempo la oposición a este despropósito, quiero decir que rebasa lo anecdótico y lo circunstancial. Y ojalá también al presidente de la Comisión Estatal de los Derechos Humanos, José Luis Armendáriz, le diera vergüenza declarar que no ha recibido quejas de la región a que me refiero en este artículo, pues al dar cuenta de ese fenómeno con un tono de legitimación al gobierno, olvida que lo contrario es lo cierto por el miedo que hay por ausencia de Estado.
La nota que motiva esta reflexión tiene que ver con lo que ha sucedido en la coyuntura en el municipio de Urique, enclavado en plena sierra tarahumara. Esta comunidad colinda con el estado de Sinaloa. En realidad se trata de un territorio propicio para la delincuencia que comento. Antaño una zona minera, hoy es noticia porque ahí se derribó un avión, con la secuela interpretativa que deriva del hecho. El mensaje gubernamental es que no ha pasado nada; el mismísimo César Duarte ha declarado que estuvo por allá y no vio nada. El mismo vicio de hacer pensar que esto significa algo cuando bien se sabe que las visitas de funcionarios de alto nivel siempre están realizadas a modo de llegar a sacar hasta una buena foto en la que la paz relumbra aún por encima del cobre que la carcome. En otras palabras, las mentiras de siempre, porque los hechos terminan por imponerse para llegar a otras conclusiones, de las cuales apunto tres que no dejan lugar a dudas:
Primera, las empresas y pilotos que prestan los servicios de transporte de personas y mercancías a dicho municipio, decidieron suspender sus vuelos, no quieren correr más riesgos, similares al desplome de un avión en Tubares, en el que perecieron seis personas, más porque, según pudo indagar el que esto escribe, no se trata de un hecho aislado, sino que tendencialmente puede repetirse. En segundo lugar, es elocuente que el alcalde de Urique, Daniel Silva, y otros funcionarios, pretendan instalarse en la ciudad de Chihuahua para protegerse, abdicando de sus responsabilidades públicas; y tercero, la exigencia de Ignacio Manjarrez Ayub, presidente de la Comisión Nacional de Seguridad Pública del sindicato patronal COPARMEX, que enfático dijo que los discursos van y vienen de los políticos, pero la realidad es otra. Este manojo de tres elementos son, con otros, los pilares del discurso real que debiéramos escuchar aquí en Chihuahua.
Que no es así, todos lo sabemos. De las oficinas del poder surgen palabras y más palabras, que los medios replican a la saciedad, pero que no tienen ni la potencia ni la virtud de alterar una realidad tangible como la Cascada de Baseaseachi. Cuando hablen claro, con apego a la verdad, empezarán a colocarse en ruta hacia la solución de los problemas. La mitomanía ya no les sirve ni al que ha hecho de esto su técnica para comunicarse con la población. Ojalá y lo entienda.
En la región de que hablo, donde está enclavado el legendario municipio de Uruachi, patria del dramaturgo Víctor Hugo Rascón Banda, se sigue dando el baile de los montañeses, que ese es el nombre de una de sus obras señeras, que en su momento se quiso despreciar desde el poder de manera inútil. La verdad tiene una característica, como la justicia: tarda en prevalecer, pero al final se impone. Si queremos saber en qué pico del volcán a punto de estallar estamos, no nos confiemos de las voces oficiales, atrás del interés de ellas está la mezquindad, la ruindad, la improvisación, la ineficiencia, y desde luego los buenos negocios. Dicho esto, haciéndonos cargo de que por más que hablen de una recuperación, eso sólo es, en el mejor de los casos, folclorismo; y en el grave, una tragedia que cuesta vidas humanas, desapariciones forzosas, violaciones, y la existencia de una guerra que no por negada deja de existir.