En mi reciente viaje a la Ciudad de México para atender el expediente que la Procuraduría General de la República integra en la causa que se le sigue a César Duarte, no pude evitar visitar algunas librerías, encontrándome con una grata novedad, aunque el libro que catalogo con ese concepto sea ya añejo. Se trata de la estupenda obra del republicano español Mariano Ruiz-Funes García (Murcia 1889- México 1953), Evolución del delito político *, con la vieja introducción de Fernando Serrano Migallón, que data de 1944, un año antes de que naciera. Esa obra, en su versión original, fue para mi generación un texto de obligada consulta; recurríamos a él porque nos lo facilitó la editorial Hermes, que por aquel entonces jugaba un importante papel.
Se preguntará el lector a qué se debía que ese libro fuera tan visitado allá por los años sesenta. La respuesta está en que en aquellos años estaban vigentes los delitos de disolución social, que fueron la base para llevar a proceso y a cautiverio a no pocos luchadores políticos y sindicalistas en la época que va de fines de la Segunda Guerra Mundial al diazordacismo. Hablar en aquel entonces de presos políticos era una obviedad cuando nos enterábamos de que figuras tan señeras se encontraban en Lecumberri, el palacio negro ahora convertido en el Archivo General de la Nación. Por ahí pasaron figuras como Valentín Campa, Demetrio Vallejo, David Alfaro Siqueiros, José Revueltas, Heberto Castillo, Filomeno Mata y tantos y tantos otros, por los cuales el movimiento democrático luchó por su libertad y la de todos. El grito de ¡libertad, presos políticos! se escuchaba en todo el país, y revistas como Siempre!, de José Pagés Llergo; y Política, de Manuel Marcué Pardiñas, conjuntamente con el periódico El Día, de Enrique Ramírez y Ramírez, eran los medios a través de los cuales nos informábamos de dichos cautiverios por razones estrictamente políticas.
Había entre nosotros, aquí en Chihuahua, estudiantes y líderes que no nos conformábamos con el simple grito o la actitud contestataria y hurgábamos en la teoría política y jurídica la explicación, el por qué de presos políticos en un país con una Constitución que solventaba las libertades públicas. Entre ellos recuerdo ahora a Víctor Orozco, Irma Campos Madrigal, Rogelio Luna Jurado, Rubén Aguilar Jiménez (el de entonces), emprendiendo la tarea de buscar fundamentos para la lucha, más allá del dolor que provocan los agravios. Y así fuimos a dar con Mariano Ruiz-Funes, con su obra, y nos armamos de argumentos para un trecho largo, sin dedicarnos posteriormente al ejercicio del derecho penal, ya que tomamos otras sendas políticas y profesionales. Pero el republicano español nos brindó la oportunidad de penetrar en profundas explicaciones sobre el delito político, su revisión de las teorías históricas y jurídicas en torno a él, el sentido del delito político en el liberalismo, en los sistemas autoritarios, lo penitenciario del tema, y particularmente lo que se refiere al delito político en las tiranías. Con cierto pragmatismo, en la obra de Ruiz-Funes encontramos lo que nos hacía falta para escribir nuestros textos, pronunciar nuestros discursos, imprimir miles de octavillas en mimeógrafo, rayonear muchas bardas y, cuando no quedaba de otra, mentarle la madre a Díaz Ordaz.
Y cómo no, si el autor español nos dijo lo “difícil que es que un alma que no ame la libertad pueda elevarse jamás hacia otro mundo”. En otras palabras, el ideal como heraldo de la realidad y una realidad política que induce a cauces adecuados para la realización de esperanzas posibles. Siempre me dejó perplejo la parte final con que concluye el desterrado español: “El jurista (ni aspiré entonces a serlo, y menos ahora) tiene el deber de evitar que la historia, al glorificar en sus páginas el recuerdo de los mártires políticos, engendrados por la arbitrariedad o por la ignorancia de la justicia, fulmine a la vez la condenación y el desprecio contra los jueces”. La razón me parecía obvia entonces a la vista de un juez sórdido, ignorante, arbitrario, servil, como lo fue Eduardo Ferrer MacGregor (quizá un ídolo de Miguel Salcido Romero), al que se le dirigían los ocursos o escritos procesales señalando que se enviaban con “obligado respeto”. Nunca sobrarán ni los merecidos elogios, ni la gratitud a la notable generación que llegó a tierras mexicanas durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas, dejando atrás la derrota a la Segunda República Española, que no obtuvo su triunfo en la Guerra Civil apoyada fuertemente por el fascismo y despreciada, sin saber lo que ahí se jugaba, por países como Inglaterra y Francia. México envió fusiles con culatas de aromática madera, pero no fueron suficientes para imponerse a los franquistas que luego edificaron un Estado policiaco.
Todos estos recuerdos se agolparon en mi mente al adquirir la estupenda edición que el Fondo de Cultura Económica ha puesto a disposición de los lectores de habla española y, no es para menos, cuando aquí en Chihuahua César Duarte nos tilda de delincuentes, sin hacerse cargo de que si llegásemos a serlo, los de Unión Ciudadana lo seríamos orgullosamente políticos, porque este cacique, creyendo que acuñó un apotegma (el poder es para poder), jamás se dio cuenta de que estaba manoseando aquella nefasta premisa del fascista Mussolini: “Todo para el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado”.
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* Ruiz-Funes García, Mariano. La evolución del delito político. Fondo de Cultura Económica, colección Cátedra del Exilio. Madrid, 2013.