
Óscar Flores Sánchez: de cómo la abyección paga, y paga bien
Hasta la década de los noventa del siglo pasado el presidente de la república le designaba y ponía gobernadores a todas las entidades que por un eufemismo se llaman “federativas”, partes autónomas de una unión. Hoy eso tiende a olvidarse. También el presidente tenía la facultad, de hecho, de quitarlos cuando así le convenía, y hubo bastantes casos.
La primera alternancia en Chihuahua data de 1992, cuando fue electo Francisco Barrio, del PAN. En el país se empezó, en este aspecto, un proceso transicional pluripartidista que se prolongó por poco más de treinta años. Resultaba inédito que un señor de los afectos de la Presidencia no fuera señalado por el dedo del presidente.
Los mecanismos concretos de esas decisiones, los estilos, los detalles, casi no se conocen. Hay historias fragmentarias, más porque nuestra clase política ha sido poco simpatizante de escribir memorias. En cambio hay muchas leyendas urbanas, articuladas por el poder mismo, y aquí les platicaré una, con la exactitud con que la escuché por primera vez.
Óscar Flores Sánchez, oligarca local, buscó en tres ocasiones llegar al gobierno del estado de Chihuahua. En la primera se la ganó Teófilo Borunda en 1956. Era uno de los políticos locales bien conectado con los centros del poder en la capital de la república. En la segunda ocasión se le atravesó el Ejército, que pidió el pago de la usual cuota de que disfrutaba para un cargo de esa naturaleza, y acá vino a dar el divisionario Práxedes Giner Durán en 1962; no sabía que a la postre la historia lo iba a defenestrar, pero como pudo concluyó su sexenio. En la tercera se le hizo a Flores Sánchez, y su sexenio fue de represión y crimen.
La leyenda que relataré se supone sucedió así en la primera ocasión: el presidente Adolfo Ruiz Cortines se decidió por otorgar la gubernatura a Teófilo Borunda, pero batalló, en 1956, para comunicarle esa decisión a los dos aspirantes, en especial a Flores Sánchez, por encontrarse en la desgracia de no ser el afortunado.
Se cuenta que “el jefe de la nación” operó así: le dijo a Borunda que se fuera a Acapulco, lugar de diversión de la clase política de la época, sobre todo si acababa de recibir una patente, y le dio audiencia a Flores Sánchez para hacerle un personal encargo, pedirle un favor, porque además quería que él tuviera la primicia: que le informara a Teófilo Borunda que había sido agraciado con la candidatura de Chihuahua.
Al igual que ahora, entonces era muy difícil no hacerle un favor al que todo lo podía. Para estar en el PRI y gozar de sus mieles había que ser disciplinado. Y Flores Sánchez lo fue.
La moraleja es que el tiempo le paga con largueza a los abyectos. Díaz Ordaz, ya presidente, le pagó a Flores Sánchez en 1968 haciéndolo gobernador, cumpliéndole su viejo sueño.


Después José López Portillo, embelesado con la hoja de servicios represivos de Flores Sánchez en Chihuahua, lo designó procurador general de la república. El crimen era lo suyo.
Todo esto ya está en el olvido que todo lo erosiona. Lo que al menos yo no olvido es que el ganadero Óscar Flores Sánchez asesinó al guerrillero Diego Lucero Martínez, y que a punta de represión, con su Policía Rural y una cuadrilla de porros, reprimió el Movimiento Estudiantil en la UACH, hundiendo a la universidad en larga y prolongada noche, fría por cierto.

