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No hay lugar para la “unidad a toda costa”
Al gobierno de Donald Trump, al igual que el de Claudia Sheinbaum, lo caracteriza que recién inician sus periodos. El primero está en ruta por los cuatro años que siguen, y a la segunda le restan alrededor de cinco años y medio.
Ese solo dato que tiene que ver con el tiempo nos permite decir que faltan muchos capítulos en materia de relaciones bilaterales que no se pueden medir, ni tendencialmente, por lo que ha sucedido con la pausa de treinta días sobre los aranceles y la permanente presencia que las fuerzas armadas del país tendrán en la óptica del imperio, pues hoy nuestra frontera norte está militarizada porque así lo quiso Washington.
Esto, como es obvio, y por simple aritmética, desprotege la precaria seguridad que hay en México. Es fácil entender que si se desplazaron efectivos de otras partes del país, quedaron vacíos que a final de cuentas van a favorecer al crimen.
Pero esto no es la parte principal que esta columna quiere abordar. Me explico: atendiendo a la pausa arancelaria, ya ha habido gritos destemplados –y muchos– para loar a la presidenta Sheinbaum del tamaño de las que se dirían si hubiera triunfado en la batalla final. Faltan muchos episodios y capítulos por verse, como lo entiende cualquiera que tenga sensatez o simplemente dos dedos de frente.
Las voces del oficialismo y de quienes practican un patrioterismo estrecho van más allá y exigen que haya un “cierre de filas” con la presidenta y extreman su consigna de “unidad nacional” para hacer frente al peligro que viene.
Esa es una deriva de concebir la política exterior del país como un problema interior, y nos recuerda la obtusa teoría de López Obrador que en esa materia nos tiene en la circunstancia actual.
Durante todos los años del sexenio del narciso Andrés Manuel López Obrador se buscó una hegemonía fincada en una política de adversarios, no en la práctica que corresponde a un sistema democrático.
Cada mañanera lopezobradorista buscó dividir al país, no marcar divergencias para ofrecer soluciones, sino para polarizar en beneficio propio. Esa línea continúa ahora. Es el retintín de la casta política actualmente gobernante. Tan grotesca es que ni la elemental urbanidad se practica, como sería una invitación a la ceremonia de un 5 de febrero, Día de la Constitución. Las “obvias razones” de la presidenta están lejos de ser evidencia, pero sus intereses no le permiten entenderlo.
Todo esto tiene que ver con la política internacional de México, con las prácticas interiores de legitimación, de ahí que se quiera que todo mundo “cierre filas” en nombre de la nación. Se desentienden en la Presidencia de la república de que si algo está sujeto a un beneficio de inventario es lo que están haciendo en el país en materia de política exterior, y que su pretensión es privar a los que disentimos y discrepamos con autonomía para mantener la crítica y la distancia, porque estimamos que esto no va bien.
Esto que hoy sucede me recordó cuando la izquierda mexicana, quiero decir del Partido Comunista de México, se puso ante el dilema de apoyar a la CTM, encabezada entonces por Vicente Lombardo Toledano, y por ende al gobierno de Lázaro Cárdenas, o trazar una línea propia, con autonomía e independencia, sin descartar convergencias ni alianzas, y se decantó por lo que se conoce como “la unidad a toda costa”.
¿Qué pasó?, me pregunto. A la postre eso se significó en la implantación de un corporativismo atroz, dependiente del Estado, perteneciente al PRI, de charrismo sindical y décadas en las que, algunos años después, Fidel Velázquez fue el amo y verdugo de la clase obrera mexicana hasta su muerte.
Estamos ante un ciclo diferente, pero parecido por sus consecuencias. Por la primera “gesta” contra los aranceles, que el mismo Marcelo Ebrard cuestiona, la presidenta y sus agentes oficiosos quieren erigirse como la única líder, con un pensamiento único. Pero nada sería más pernicioso para luchar por un sistema democrático genuino y de equidad social que con este patrioterismo encima se decretara otra “unidad a toda costa”.
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