…yo cambio la primavera

porque tú me sigas mirando

Pablo Neruda

De nuevo estamos juntos. Irma Campos Madrigal regresó a casa de forma repentina, sin avisar y vuelve a ocupar el centro de un hogar que recuperó cual epifanía su presencia. Es el milagro que siempre crea el arte cuando trabaja con profundo sentido de trascendencia. Creatividad y manos prodigiosas, las del pintor José Lucero: restituye vidas con sus pinceles.

Lucero me obsequió, momentos antes de que se diera a conocer mi libro “El ayer llegó de repente”, un retrato de mi esposa Irma. Bien embalado, lo trasladé a casa y ahí, quité capa tras capa, fui descubriendo el rostro de la mujer que mientras vivió fue el centro y corazón de una vida familiar que frecuentemente se traspasaba a la calle, al ágora pública, con iniciativas insurgentes, transgresoras y en resistencia con una sociedad conservadora y machista. En ese medio encontró la praxis de la mujer abriéndose paso a contrapelo del patriarcalismo, el racismo y la exclusión. 

No nada más ella, sino el colectivo “8 de Marzo” que puso la entidad mujer a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y principios del XXI en vías para convertirse en este momentum, que claro grita que a las mujeres pertenecen por derecho propio y autogestión el mundo que hasta ahora se pensaba exclusividad del hombre. En esa larga lucha a las mujeres nadie les dio nada, todo lo conquistaron bregando con banderas de fuerte acero desplegadas contra el viento.

El cuadro de Irma ya preside la casa y se asume como un bien público, es de todas y todos principalmente, aunque el deseo de tenerlo fuera dictado por el amor y aun por el egoísmo que busca su presencia evocadora de tantos años y tantos afanes compartidos. 

Pero entiendo que hay que decir algo más. El pintor y su propuesta estética invitan, estando de por medio su generosidad por tan valiosa donación. Él no esperó a cambio algo más allá que provocar una convulsión estética que llegó hasta las lágrimas de los que quedamos aquí con el deseo y la voluntad de continuar honrando la memoria de Irma Campos Madrigal.

En el centro del cuadro están los ojos, su poder de sol y el simbolismo de enorme poder que estos representan desde siempre  en  la pintura.  Ojos  de  mujer-principio,  ojos  de  mujer-germinal. Su rostro parece entrar con energía rompiendo una barrera concebida como infranqueable por una vieja tradición judeocristiana, degradante de la mujer esencial, la mujer origen, la mujer que es flor para ser fruto. Atreverse a romper ese obstáculo es demostrar que solo está débilmente hilvanado, que nunca fue sólido como el poderoso hormigón de la arquitectura moderna.

Esos hilos que mantienen los retazos del muro siguen ahí amalgamando triángulos, trapecios, formas indefinidas, pero como sucede en la costura -viejo oficio de mujer- solo marcan lo que después se va a coser y a unir, pero ahora con poderosas agujas e hilos resistentes anunciadores de un nuevo tiempo para la humanidad, porque todo lo fecundo, así pensaba Irma, ha sido consecuencia del diálogo que hasta hace muy poco se simuló y se suplantó para engañar a la humanidad con la baratija de que la palabra hombre es un sustantivo incluyente de la mujer, miserable discurso que en realidad fue un apoderamiento del lenguaje para revestir con engaños la exclusión y la opresión.

Irma hilvanadora, Irma guerrera y coordinadora de esfuerzos y batallas con ideas trazadas en muchas ocasiones con urgencia y precipitación pero con ojos que penetraron el tiempo y lo transformaron. En el retrato ojos de color contrastados, a los que se adosan figuras de color ladrillo, de tierra quemada, para que cristalice y una textura resuelta para extraer matices que se decantan en anhelos de libertad.

Que los ojos de Irma Campos Madrigal en este cuadro nos vean y acompañen a todos y todas de manera directa y donde estemos es un movimiento que la física batalla para explicar y que algunos reducen a ese cajón de sastre que denominan ilusión óptica. Son ojos que significan la consistencia de estar en todo porque solo así la mujer puede hollar la puerta de la historia, tomar posesión de los bienes de la tierra que le fueron vedados. Ilusión, sí; a falta de mejor significado pero nunca sinónimo de lo que no se puede realizar por ilusorio. Eso se acabó. Con independencia de lo que es la perspectiva en la pintura, aquí aparece como constante y ahí, precisamente, estarán los ojos que más que vigilar, todo lo ven; que reprochan, que escrutan, pero sobre todo que saben amar y liberarnos.

Para algunos poetas la obra de Lucero tiene como vértice la figura humana de la que parte y a la que regresa, pero su viaje es extenso, con interrogantes, recreaciones y sin faltar la dosis, no extrema, de la deconstrucción que encuentra paradigmas y destinos. En este sentido, la obra de Lucero es importante muestra del arte y la plástica modernas. Esta apreciación no riñe con su misma obra, cuando incorpora a nuestras culturas originarias, ralámuli y paquimé que nos sigue dando sorpresas por su extensión y vigencia que  acredita la etnografía y arqueología. Son una gran contribución sus cuarenta dibujos a la tinta que exalta a Ixchel, la gran diosa maya del amor y la fecundidad en todas sus expresiones, tanto de los frutos de las cosechas como de toda reproducción vertiginosa de la naturaleza en todas sus manifestaciones.

Irma murió una triste mañana dominical de un otoño que ya se adentraba en el invierno. Era noviembre, mes que Ramón López Velarde definió como: “alguacil con tos, noche en  que rueda sin mulas la tartana del infierno”. Irma dejó de estar entre nosotros físicamente, legándonos un anterior retrato hecho al pastel por la mano de Rodolfo Mariscal que al poco tiempo se derruyó, propiciando un vacío que siempre nos inquietaba. Había que colmarlo con la obra plétora de otra mano y otra visión y fuiste tú José Lucero el que reintegró a mi hogar, a mi persona, a mis hijos, nietos y nietas y familia extendida una presencia que ahora sí ya nunca nos abandonará. Hace tiempo pensando en Irma escribí en un diario íntimo un poema de José Emilio Pacheco: 

“Un día volverá

 Por calles 

Que nacerán para existir como entonces”.

Esto para mí ya es una realidad. José Lucero: me falta corazón para agradecerte este gran regalo, tu plástica, tu arte, envuelto en el don de la generosidad.

(Fotografía de Nacho Guerrero Estudio)

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José Lucero (1953) es oriundo de San Francisco de Borja, Chihuahua. Maestro en artes por el Instituto de Bellas Artes de la UACH. Ha estudiado al lado de grandes maestros como Benjamín Domínguez, Gilberto Aceves Navarro y Luis Nishizawa. Viajó a Japón con el maestro Atsusti Shikata y amplió su horizonte artístico en New York en la Arte Student League. Ha retomado, brillantemente y con originalidad, el tema de Paquimé con obra expuesta en varios recintos.