El escándalo César Duarte ha cobrado cotidianidad. Cuando esto sucede, se convierte en algo ordinario, rutinario, y prácticamente sin importancia para captar la atención pública.

La gobernadora Maru Campos lo dijo alguna vez: “el caso Duarte no está en la agenda”, con lo que contribuye a generar esa condición de asunto sin importancia.

Pero no nos vayamos con la primera impresión. Para Campos Galván decir que “no está en su agenda” es, ni más ni menos, reconocer que para ella es una prioridad soterrada, con la que no sabe cómo actuar, y entonces se dedica a procrastinar.

La semana pasada concluyó con la noticia de que la prisión preventiva decretada contra César Duarte, tan pronto llegó extraditado, se prorrogó por seis meses más, lo que hace pensar que a partir de la segunda quincena de noviembre, y quizás aprovechando la temporada decembrina, le den su libertad como regalo navideño.

La Fiscalía General de Justicia, dentro de los estrechos marcos que permite el Tratado de Extradición con Estados Unidos, no ha hecho nada que se sepa y que pudiera complicar el caso Duarte, sumando delitos conexos a los del expediente de peculado agravado por el cual continúa preso.

Aquí no nos queda de otra que conjeturar por la secrecía con la que se maneja el caso, en particular los obstáculos que se ponen para que el que escribe tenga acceso al expediente, sólido y fundamentado, de septiembre de 2014.

Entre tanto, César Duarte se muestra desesperado, y personalmente se evidencia que ya tocó fondo cuando protagoniza en las audiencias desplantes que la ley no permite y que los jueces no le reprochan con suficiencia. Su dramatismo cae en tierra estéril: suena a vodevil de rancho el argumento de que “si me quieren muerto, nada más digan”, o que está preso porque “no soy panista”. Ambas objeciones mueven a risa involuntaria.

Cuando recurre a la piedad, tampoco logra nada. En el CERESO donde se encuentra, normado por un reglamento que el mismo Duarte emitió durante la tiranía, hay gente hipertensa, con infartos, diabetes, pero con una característica que los deslinda del exgobernador: cuando ingresaron al penal no hubo un cambio de vida sustancial, como el que ahora sufre el corrupto, acostumbrado a mandar, ganar sumas millonarias en negocios de estado, meterse hasta la cocina con Peña Nieto, tomar vino Petrus de más de 100 mil pesos la botella en La Casona de Vallina. Todo esto, está claro, le genera malestares para los que no estaba preparado, como de alguna manera lo está un delincuente de poca monta.

Vaya como moraleja este refrán: “He visto caer palacios, contimás este jacal”.