Va una historia. Para la elección de 2012 me pidieron integrarme a la precampaña de Marcelo Ebrard por el PRD a la Presidencia de la república. Acepté, y junto con un modesto equipo realizamos un trabajo de meses, tomando en cuenta estas premisas: en esa elección se prefiguraba ya el pronosticado e inevitable triunfo de Enrique Peña Nieto. Así mismo, era más que evidente que López Obrador era el virtual candidato opositor, como en efecto lo fue.

Entonces la candidatura de Ebrard tenía el atractivo de poder canalizar el voto útil en su favor; un segmento grande del PAN simpatizaba con él y no con su propia candidata, Josefina Vázquez Mota, y además jamás votarían por López Obrador. En el fondo estaba una lectura de ese voto útil, aunque, como afirmo, inviable para un triunfo en ese momento.

Aunado a eso, y sin pasar por alto el pasado de Marcelo Ebrard, este abanderó un proyecto con un perfil socialdemócrata muy atractivo para consolidar una democracia progresista e incluyente para el reparto de la riqueza. Esos fueron los motivos para decidir el apoyo mencionado. Y otro más, que se ha agigantado al paso del tiempo en mi convicción personal: López Obrador no es de izquierda, ni es demócrata, ni constructor de un partido, sino de un movimiento amorfo, gelatinoso y personalista, aspectos que no tienen pertinencia para salir del atolladero mexicano hacia un estadio superior, democrático e incluyente, valga la redundancia.

El equipo que formamos en Chihuahua recibió la distinción de haber sido el mejor de la república, por su comunicación política, por la puntualidad en sacar adelante los compromisos y la expresión franca del examen de la coyuntura de aquel momento, que se cumplió a plenitud: López Obrador fue el candidato perredista, perdió, y se levantó con el triunfo el sexenio del desastre de Peña Nieto.

Después de la designación de López Obrador como candidato en ese año, Marcelo se esfumó. Por años no se supo de él, hasta ya bien entrada la campaña de López Obrador hacia su triunfo en 2018. Entonces jugó un papel estratégico en MORENA en toda una circunscripción electoral, y a la postre fue nombrado secretario de Relaciones Exteriores, a la hora de la asunción del poder por el tabasqueño.

Ese hecho lo puso en ruta hacia la candidatura presidencial que hoy busca en MORENA. Él ha optado para su acción pública estar en el poder, como lo hizo en el salinismo, después en el Verde, tiempo después fundando un partido al lado del fallecido Manuel Camacho Solís, para luego arribar a la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal por el partido del sol azteca. De hecho, no importó el partido para él, sino el poder, la filosofía de estar adentro, porque en los márgenes o afuera no se logra absolutamente nada, en una convicción poco auténtica para un política de verdadera talla.

Hoy es, junto a Claudia Sheinbaum y Adán Augusto López, pretendiente a la silla presidencial. Todo indica que no es el favorito, que no se beneficiará del dedo encuestador, y por eso hoy reclama “piso parejo”, porque de lo contrario imperaría la “ley de la selva en MORENA”. Sin embargo, poco le importa que esa ley de la selva impere en toda la república por el narcotráfico, por la obstinada renuencia de López Obrador a acatar la división de poderes, en especial el papel de la Suprema Corte. En otras palabras, Ebrard se queja de la ley de la selva porque no tiene de su lado al rey león.

Han pasado doce años de aquel escarceo para apoyarlo en 2012, escarceo que fue expresión de convicciones democráticas; porque he de decirlo claramente, que no he votado nunca por Andrés Manuel López Obrador. Hace doce años nos felicitaron por nuestro trabajo. Ahora ni nos invita. Pero no se vaya a pensar que estamos dolidos que así suceda. En realidad, sólo nos han ahorrado la incomodidad de decirles que no.

A sus actuales adherentes, que seguro estoy ni han leído su libro, les deseo que al menos les den las gracias públicamente, porque dudo que se rebelen.