Todas las personas tenemos derecho a una vida privada. Es una verdad más que sabida y pregonada. En un Estado de derecho, además, es piedra angular de las garantías que toda persona tiene para que se le respete su intimidad, honor, imagen, todos estos, sin duda, atributos que se desprenden de la dignidad de la persona, dignidad entendida como aquello que no tiene precio porque no es intercambiable, como sucede con otros bienes tasados en dinero.
La inmensa mayoría no padecemos la vulnerabilidad de este derecho. En cambio, los que alcanzan notoriedad por su cultura, por su riqueza, por sus relaciones o por su poder, es frecuente que se vean inmersos en enredos de todo tipo, en los que se ponen en juego esos atributos que se reconocen a la personalidad. Es el caso de artistas, magnates o políticos, sin importar tanto el nivel de fuerza que tengan, a condición de que hablar de ellos cobre interés o venda bien en la prensa.
El tema ha llegado a las alturas de la buena literatura y los buenos autores. En las obras, por ejemplo, de Josep Maria de Sagarra o de Truman Capote, podemos tomar aspectos de la decadencia o la picaresca que se da, específicamente, en vidas privadas, que a final de cuentas deben ser respetadas, cuando esos análisis se refieren en concreto a una persona específica.
En el plano de la teoría, es un lugar común decir todo esto. Pero en la escena pública, donde los hombres o mujeres de poder dan a conocer aspectos de su vida que tienen que ver con el enriquecimiento, la trabazón de parentescos civiles, las afiliaciones utilitaristas a credos religiosos, o en casos descarados de complicidades con la delincuencia, hay que salvaguardar hasta dónde llega lo privado y empieza lo que trasciende al interés público, también tutelado por el derecho.
Esta temática en particular, entra en conexión con la corrupción política, con los negocios de estado, con el conflicto de intereses, y otras figuras del derecho penal, lamentablemente fuera de los tipos delictivos que recoge la legislación mexicana. Pero aún en esos casos, siempre habrá elementos que conciernen a la personalidad y privacidad que no tienen porqué andar en boca de nadie, y menos estar sujetos a una censura.
Que esto es difícil en la tarea periodística, ni quién lo dude; pero que cuando se escribe con seriedad, prácticamente se está al filo de la navaja, y por tanto los cuidados se deben esmerar.
Se torna público cuando las personas divulgan su circunstancia, como en el caso muy conocido de Rosario Robles, que, enamorada, consintió hechos de corrupción con el empresario Carlos Ahumada.
Sirva lo anterior como una especie de telón de fondo para comentar la eventualidad por la que pasa la gobernadora de Chihuahua, María Eugenia Campos Galván, quien ha hecho pública su relación con el también empresario, Víctor Cruz Russek, exhibiendo al efecto anillo diamantino de compromiso y fotografías en sus redes sociales, particularmente en Instagram, donde el único mundo que existe es el de color de rosa.
Sin duda, como persona, tiene derecho, y así se le debe respetar. Sin embargo, son las mismas personas las que con frecuencia trasminan su vida privada, y hasta íntima, en el gran espacio público que representan las redes sociales, exponiéndose de motu propio para que la intimidad, por ejemplo, se haga del conocimiento general, con todas sus consecuencias, y esto va desde informar en qué ciudad vacacionan, en qué restaurantes comen, qué se come y qué bebe, a quién se ama, a quién se odia…
En el caso particular de Maru Campos, es evidente que se ha compartido una relación compleja porque trasciende en la persona de un empresario de linaje, con muchos vínculos como proveedor de alto nivel del gobierno del estado y como concesionario de diversas marcas automotrices. Y eso que parece un detalle, por sí mismo se convierte en un dato importante a tener en cuenta a la hora de la transparencia y la rendición de cuentas. Así de sencillo, sin lesionar en lo más mínimo ese derecho a la propia personalidad en sus diversos aspectos.
Bordar sobre esa circunstancia, evidentemente que cobra relevancia porque la cosa pública, el patrimonio y las finanzas del estado, de entrada, deben tener una clara frontera entre los afectos y los negocios. Es la vieja consigna que inauguró el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, cuando en plena etapa de la Depresión, allá por los años treinta, dijo que había que separar los negocios privados de la administración pública y gubernamental.
Algunos dicen que esto es un mero affaire; otros, que se trata de un simple distractor. Pero para temas de fiscalización y auditorías, es todo un factor a tener permanentemente en cuenta, cuando haya que examinar las cuentas públicas. Así debe ser.