La deuda es madre política de locura y crímenes
—Disraeli
A mi buzón llegó una carta abierta de César Duarte. No podía ser de otra forma. La leí, advertí su pésima redacción y, al paso de los renglones, no me fue difícil observar las faltas de ortografía, las agresiones a la sintaxis y, desde luego, su falta de buen gusto que tienen las buenas cartas.
No tengo duda de que él la redactó. Si hubiera sido de encargo tal vez hubiera estado mejor, pero, al parecer, el exgobernador no tiene quien le escriba; y para romper el tedio garabateó ese texto, a la vez que cancela días en el calendario de su celda.
“Una carta no se ruboriza”, dijo Cicerón, permite decir en ausencia de un interlocutor directo y vivo lo que sólo se puede escribir en la soledad, porfiado de que en esa condición nadie ve caras sonrojadas, titubeos, o como vulgarmente se dice, la caída de la lengua a pedazos de tanto mordisco. Duarte sabe de eso: fue diputado priista tres veces, y para ese oficio es escuela sobrada.
Por mi parte no escribo para hacer su biografía. Además, no tengo destreza en el género policiaco, y con ese déficit me sería más que imposible redactarla. Algún día un autor se ocupará de él, y entonces hasta un bien logrará sin proponérselo el malvado.
Comento esta carta así: es un rareza que Duarte hable de “perfecta claridad” y de “justicia selectiva”, cuando su escándalo de corrupción se mantiene en la oscuridad y se ha beneficiado de la impunidad por tratar de crear un banco bajo su control y con dinero que nunca logró explicar de dónde lo obtuvo. En esta impunidad lo acompaña con ventaja su hermano cainita Jaime Ramón Herrera Corral, el que abrió las llaves de las arcas del dinero público durante el gobierno de Duarte para que fueran a parar a manos privadas, cometiendo peculado, enriquecimiento ilícito y otros abusos de poder.
César Duarte en su epístola se asume “perseguido político”, y quizás tenga la convicción de que esa actitud producirá en su favor compasión colectiva o individual. No lo creo. Sé que se le detesta como el emblemático hombre del poder local de la época de Enrique Peña Nieto. Me detengo en sus palabras “botín político”, que él asume como categoría para auto clasificarse, sin darse cuenta que en sí mismo encontró el mejor término, propio de la delincuencia y los ejércitos depredadores, para auto retratarse. Él lo dice, y debe ser cierto: hizo con la política lo que los militares hacen de los enemigos: tomar su patrimonio, ultrajar para que se note al vencedor. Sólo que en Chihuahua ese enemigo fue la sociedad abierta, la población, el cuerpo ciudadano, los contribuyentes. Empero, no está en esto la miga circunstancial de la misiva.
Veamos: la carta está escrita en los términos de un usurero voraz a su deudor, exigiendo el pago, los réditos y las garantías. Y además con el propósito oculto de que se le debe respeto como el hombre más íntegro, decente y noble de nuestra sociedad. El ego le dice tú puedes, tu madera es de mártir, levántate que a tu paso encontrarás arcos del triunfo en tu honor. Su vanidad diabólica le grita al oído es lo menos que te mereces, el mundo te espera.
Sí, aunque usted no lo crea, Duarte está requiriendo de pago a María Eugenia Campos Galván, la gobernadora. Debes y pagas, esa es la transacción. No busco ni perdón ni indulto, simplemente páguenme los servicios que les pavimentaron el camino a la cima del poder donde están ahora.
Maru, págame; no te hagas. César Jáuregui Moreno, págame, no te hagas el olvidadizo; Myriam Hernández, págame, veo tu dolo, hija mía, para no resolver mi libertad y la devolución de mis bienes. Recuerden los tres que siempre, siempre, el acreedor tiene mejor memoria que ustedes y que mi pecho no es bodega. ¿Desean que les apriete las clavijas?
Esto es lo que parece decir: puedo hablar. Y en el fondo afirma: me deben, paguen; tienen la administración de todo, háganlo por el recuerdo de los años compartidos que se tornaron en sus escaleras para llegar a donde están. La historia, la indolencia, no justifica el olvido. ¡Paguen! Ese es el talante de la carta, y el reproche: no sean morosos.
Este que sería el exhorto de la carta, pasa al cuerpo central de la misma: las peticiones precisas y las amenazas, como en el Mercader de Venecia, pronunciadas en un estilo rastacuero: “En mi contra –dice el tirano– hay puro teatro”; el que tiene la verdad es el acreedor legítimo. Y Duarte parece recordar nada es eterno, ni el amor al que le cantó mi querido Juanga. La historia y su verdad, dice, es un camino de dos carriles: ida y vuelta. En otras palabras, que arrieros somos y en el camino andamos. Lo antes dicho es en parte la carta y en parte mi interpretación libre.
¿Blof?, ¿amenaza?, ¿más lo primero que lo segundo?, o ¿la perversa mezcla que los delincuentes acostumbran a hacer de esto? No lo sé. En la carta asoma, por último, la lengua de Javier Corral. Hemos visto que sus orejas no las usa y para mí está claro que en esta tragedia juega su papel: es némesis que el mismo Duarte construyó, por pensar que el tema de la corrupción política es tan importante que no se puede dejar en manos de los ciudadanos. Es agenda de clase política y no de la plebe.
Pero esa némesis ya agotó su papel. Ahora sólo se le usa, por Duarte y Maru Campos como deux ex machina (Dios que baja de la máquina), elemento externo en la dramaturgia, que resuelve una historia sin seguir su lógica. Corral hoy es simple monigote de la tramoya. Pero lo reconozco, está en las tablas.
En síntesis: Maru, págame; recuerda que soy el que oficia e intercede para que el cielo nos bendiga. Tú y yo sabemos que fue Corral nuestro obstáculo. ¿Lo entiendes? Págame, es de colegas y hermanos. Págame. No es justo que unos tengan la fama y otros carden la lana. Esta es otra interpretación libre.
Por mi parte, al comentar este capítulo epistolar, debo decir que las veredas de esta historia no me interesan, sus arrieros menos. Permanecer en el mismo sitio ha sido mi ventaja.