Epístola a Javier Corral
Para dirigirme a ti la palabra “señor” no me sirve, aunque sea protocolaria para este texto. Si dijera amigo, mentiría; y si ciudadano, me parece que cobra formalidad legal por encontrarte como miembro de número en el colegio de la clase política, de ordinario divorciada de la realidad propia y ajena. Treinta años empoderado –sin desconocer jerarquías distinguibles– cambian a las personas, frecuentemente para mal. No haré juicios de valor al respecto, lo estimo ocioso después de todo lo que he dicho públicamente a lo largo de los años que tengo de conocerte.
Leí tu breve texto en el que te dueles de los burócratas que te acompañaron hasta el final de tu gobierno. Conjeturo que tu añejo catolicismo no te permitió conocer el comportamiento de los colaboradores para con el príncipe; me refiero a la visión que de él tiene el famoso secretario florentino, fundador de la ciencia política. Recuerdo que Maquiavelo, a quien el tiempo le dio munificentemente la razón, recomendó guardarse más de aquellos a los que colmó de beneficios que a los ofendidos, que siempre los hay, y que dicho sea de paso, tu sueles procrear de manera notable.
Está bien que reveles tu estado de ánimo y expreses, deslindado en tu malestar, lo que no te “puede” tanto de lo que reconoces que te lacera. No es, por cierto, el lenguaje habitual de los políticos, pero sí tu estilo, si recordamos aquella carta que remitiste al final de la fiesta sexenal –como ahora– a Felipe Calderón. Y si bien los conspiradores suelen estar adentro de los equipos gobernantes, parece que eso no es lo que te mortifica. Te molesta no cómo estás terminando y privilegias enfatizar lo que juzgas un “trato inmerecido” a tu persona y derruida faena que está a la vista de los que tienen ojos para ver. Al hacerlo así te orientas en desprecio de lo público, que es lo que realmente te importa, aunque vaya envuelto en el celofán de la ofensa.
Acostumbrado a no verte a ti mismo, lo cual es una obligación de quien debiera practicar la autocrítica, trasladas tu sentido de la vida para ver “la realidad” de los otros, tus “engreídos burócratas”, porque atentan contra su propia dignidad (¡válgame!) y eso sólo te causa, dices, “pena ajena”, cuando lo que espera la sociedad es rendición de cuentas, no la presión que registra el barómetro de tu soberbia puesta en movimiento. ¿No te das cuenta que así es la gente de tu partido? Pero, más aún, ¿que ese extendido mal permea toda la política que se práctica en el reciclaje de las lealtades? Aunque sé de cierto que tú estás integrado a una familia feliz que presume valores axiológicos, vistos desde adentro muy brillantes y desde afuera deslavados. Recuerda a Francisco Barrio en reciente alianza con el PRI.
Javier: no hiciste nada para crear y consolidad un servicio civil de carrera en la administración estatal, ni fuiste neutral al frente de ella en la época sucesoria, y ahora te atormenta que tus “amigos” reciclen lealtades para obtener nuevas oportunidades. El expediente de la lealtad personal no es, por cierto, de raigambre republicana. ¿De qué piensas que están hechos los panistas? Te asumes como sumo sacerdote que tiene en sus manos el establecimiento del dogma y la fidelidad políticas. Pero son gente ordinaria, cada vez con más intereses que ideales, y no te has dado cuenta que el Jáuregui de ayer se torna en el Pérez Cuéllar de mañana, y que hacerlos compadres sólo es muestra de lealtad rural que poca relación tiene con tus atropelladas opiniones sobre la dignidad que, por lo que veo, no entiendes en su profundidad ética y filosófica.
Si hubieras aplicado las lecciones históricas orientadas en los manuales políticos del catolicismo, hablarías ahora de una vulgar querella en tu partido de entre las más ruines que se dieron entre güelfos y gibelinos, entre la cúpula de los empresarios capitalistas que optaron por María Eugenia Campos Galván (delincuente duartista a mi juicio) en detrimento de Gustavo Madero que, más allá de lo linajudo, ya bailó bastante, y para la suma de su perjuicio, a tu lado. Dónde las lealtades, dónde los valores, si tu equipo gobernante se seleccionó con esa abyecta óptica que sólo permite reclutar a los que son diestros en ver de abajo para arriba y con parámetros de ineficiencia, inusitados hasta en los peores gobiernos que hemos tenido.
Hablar de “lealtad” y pensar en Peniche, reclutado en los sótanos de la negra PGR; o en Jáuregui Robles, adicto al tráfico de influencias en el Poder Judicial de la Federación, es algo que sonaría a humorada, si no fuera por los perjuicios que le acarrearon a Chihuahua. Es no estar en este planeta. Es colocarse por encima de todos para, con engolada voz de orador que se autoaplaude, decir “me dan pena ajena”, y escudarse en que en nuestra época hay fragilidad para asumir la “dignidad esencial” –no hay de otra–, siempre a la luz del propio juicio y con desdén a todos los que no están bajo tu manto protector, siempre voluble.
La fragilidad de nuestra época no llegó sola, no es un rayo caído de un cielo sereno. Ahora se habla de la “sociedad líquida”. La clase política en la que te ubicas, ahora con incomodidad, es la que merece el reproche por esa vulnerabilidad que menosprecia la axiología política, que no las lealtades personales, valiosas de suyo, pero incomparables con aquella. El problema de los gobernantes como tú se debe pesar en bruto, siempre incluyéndote y siempre teniendo presente que cuando hablamos de “fines” hay los que tienen precio y están los que tienen dignidad. Las lealtades se compran, Javier, tienen precio y suelen granjearse, no son exclusividades; la dignidad no, es ajena al sentido mercantil del intercambio, en especial al muy ordinario del trasiego de puestos dentro de una burocracia en que la empleomanía es el sello fundamental.
De esta fragilidad tú eres culpable y por eso hablas, realizando bizarra mezcla, de lealtades y dignidades, y empleas como adjetivo el sustantivo de lo esencial. Ser fiel a una persona es ser leal y es admirable también, más cuando se sortean peligros y dificultades; pero recuerda, si puedes, una lección que nos dejó Montaigne: el fundamento del propio ser, de la identidad personal, es permanentemente moral y se encuentra en la lealtad que, con propiedad y compromiso real, uno se ha “jurado a sí mismo”. Y en eso tus deberes públicos fueron más que gelatinosos.
Te comprometiste a vertebrar un gobierno ciudadano cuando había condiciones para hacerlo y nos entregaste otro de factura partidocrática y de amiguismos; negaste la lucha cívica anticorrupción que pudiste eslabonar con pericia a tu gobierno, haciéndola más oportuna, eficaz y con continuidad de tu campaña electoral. Convertiste un profundo proceso social en pretendida exclusividad y eso, precisamente, es faltar a una lealtad con los ciudadanos, que es más grave que la que tú sufres hoy. Cometiste la falta de administrar la lucha contra la corrupción para emprender proyectos de poder que convergieran en tu persona y en los tuyos; sabías desde 2015 y 2016 que tu compañera de partido era una corrupta redomada y guardaste esas cartas para la ocasión propicia, y eso es deslealtad hacia la ley. Por eso tus lamentos caen convertidos en responsos funerarios y lágrimas de vidrio que rayan y queman la cara.
Lo vivimos en carne propia. Hace más de cuatro años y medio que Unión Ciudadana te pidió una audiencia y te encerraste en la soberbia que no te alcanzó ni para decir que no querías escucharnos. Le negaste a esa organización los foros que levantaste acompañados de tus amigos de la Ciudad de México, porque te asumías como el campeón de una lucha que nunca entendiste que es transversal a toda la sociedad, de todos y de nadie en particular. Eso le pasa a políticos como tú, que por manejar un lenguaje retórico demasiado rítmico y artificial en los grandes temas, pronto se convierten en esclavos de sus propias frases, detrás de las cuales llegan los fracasos. Esas palabras no las llevas tatuadas en la piel, sino erradas con fierro candente.
Pero no sufras, la fragilidad temporal que reclamas a gritos por las redes sociodigitales pasará rápido y tal vez pronto a tus infidentes los vuelvas a encontrar entre tus leales de ayer. Es condición humana.
Así es el PAN y sus panistas. Lo entendemos ahora que te leemos en mensaje cifrado, porque ni siquiera tienes la valentía y franqueza de decirnos quiénes son los que te traicionaron.