Verdad sabida: el presidente de la república es quien dirige la política exterior, sujeto sólo a principios normativos que establece la fracción X del artículo 89 constitucional. No sólo se trata de “relaciones” con el mundo exterior sino de una función y actividad política de Estado que lleva al ejercicio de la difícil tarea de la diplomacia en un mundo global.
Se puede pensar que cada una de estas esferas tiene sus especificidades, pero bien miradas las cosas son dos caras de una misma moneda y sobra decir cuál es el aspecto más importante cuando de un lado está México y del otro nuestro vecino, Estados Unidos, la principal potencia del orbe, aunque ya no sea lo que fue hasta hace muy poco.
No pretendo –sería ingenuo– fijar esto como una premisa mayor para examinar el reciente y polémico comportamiento de López Obrador durante el proceso electoral que provocó el encontronazo Trump-Biden del que salió vencedor el del Partido Demócrata.
Empezaré por opinar sobre la desenterrada Doctrina Estrada, que data desde las condiciones preexistentes al ascenso del nazismo que desembocó en la Segunda Guerra Mundial, aniquilando en diversas partes del mundo, sobre todo en Europa, las soberanías que quedaron a merced del poderío militar de las potencias beligerantes. Esa doctrina de 1929-1930, fue hecha garras por el historiador Daniel Cosío Villegas al momento de emitirse, en tiempos del mandato presidencial de Pascual Ortiz Rubio, quien no pudo cubrir su periodo porque lo defenestró Plutarco Elías Calles. De esa doctrina dijo el historiador mexicano: “…tiene toda la debilidad ingénita de haberse expresado en un texto mal pensado y peor escrito”.
Empero, le reconoce también algo no despreciable: plantear el problema del reconocimiento de un gobierno irregular, obviamente en otro estado, como tomar nota de su instalación por vía diplomática y reservarse la prerrogativa de mantener o retirar al embajador. En la especie, y no está de más señalar que la doctrina se pensó con relación a la política imperial del vecino, puede advertirse con facilidad que la Doctrina Estrada no brinda las herramientas para resolver una decisión del Estado mexicano en el asunto de las elecciones norteamericanas.
En los hechos, la actitud mostrada de abstenerse de una supuesta intervención se está traduciendo, paradójicamente, en una intervención, al pretender constatar el apego a las leyes norteamericanas en materia y práctica electorales, y más todavía si tomamos en cuenta la visita que López Obrador realizó en tiempo electoral y sin agenda necesaria al presidente Trump.
En los Estados Unidos, hoy, nos simpatice o no su presidente, hay un gobierno regular que concluye su mandato en enero de 2021. Faltarán etapas del proceso comicial y decisiones que tomen las instituciones de la vieja democracia de los Estados Unidos (alrededor de 250 años de existencia), pero recordemos que ha salido adelante de dos de sus más grandes crisis: la Guerra de Secesión y la Crisis de 1929.
Para sortear el problema la doctrina en cuestión ofrece muy poco, aparte de referirse a un mundo que hace mucho quedó atrás. Veamos: ¿dónde está el ejercicio de la diplomacia mexicana? Entrampado en uno de sus peores momentos: en una mañanera, y auto restándose mediaciones institucionales que sirven mucho, se despacha el asunto de manera improvisada, como si fuera tema menor o marginal. Proceder en este asunto así crea un problema donde no debía existir ninguno.
Dicho coloquialmente, el presidente mexicano tomará sus arbitrios y actuará cuando vea que las leyes, del otro lado, concluyeron sus etapas adecuadamente, lo que significaría que se erige en juez, a pesar de que se supone no querer intervenir.
Entonces, la que debió entrar primero, la cancillería de Marcelo Ebrard, no lo hizo, y después vino la pretensión de sacar las castañas del fuego, activar un control de daños, cuando lo más fácil era echar mano de los decantados procedimientos diplomáticos, impidiendo de paso que en el mundo se vaya sedimentado que somos un país populista al lado de verdaderos gobiernos autoritarios, empezando por el de Trump. Y eso cuesta, y no se va a pagar con las convicciones del presidente, sino que la factura puede correr a cargo del país entero y su presencia en el mundo.
En 1930, cuando se emitió la confusa doctrina, se tendió más a resolver un problema interno: mantener o retirar una misión diplomática. No es el caso actual. Pero como dijo Cosío Villegas, inspirador del tabasqueño, se da “la impresión de que se vacila porque lo encuentra condenable”, y eso ya es intervenir, ponerse los huaraches antes de espinarse.
El problema se presentaría, cosa que observaron en su tiempo analistas de la academia, es cómo actuaría la misión diplomática –léase por instrucciones que sólo puede dar el presidente– cuando llegaran a coexistir dos gobiernos: uno constitucional y otro irregular y de facto, combatiéndose en diversos órdenes.
Por otra parte, siguiendo a Cosío Villegas, “en alguna forma hay que indicar que México, aún resuelto a relacionarse con un gobierno irregular cualquiera, no puede dejar de reservar su simpatía para aquellos cuyo signo sea el de una democracia progresista”. Por lo pronto hay que tener por cierto que Trump fue derrotado y no está electo, aunque haya pendientes de desahogar para llegar al punto final.
De mis viejas lecciones de derecho internacional recuerdo que los atributos de la buena diplomacia, que canaliza decisiones políticas de Estado, obligan a la veracidad, la precisión, la calma, el buen carácter, la paciencia, la lealtad y la modestia, y tengo para mí que hay que subrayar esta última porque “los peligros de la vanidad (…) nunca podrán exagerarse”. No he visto la puesta en escena de esto y puede sernos costoso. El hombre o mujer que representa a un país como estadista no puede hacer ley la frase de “actuaré como a mí me fue en la fiesta”.
Por lo demás, pienso que en vastas agendas, si Biden se convierte en presidente y planetarca, como es previsible, México continuará encarando muchos de los grandes problemas que se le presentan por la actuación de un imperio con el que además nos une y separa una frontera de miles de kilómetros, pero sobre todo una presencia de millones de mexicanos de los que no podemos olvidarnos.
Lo grave es que ya se abrió un canal que rompe la unicidad de la política exterior: por un lado López Obrador que se niega a tomar el teléfono, y por el otro los llamados “gobernadores federalistas”, muy demócratas, según ellos, que ya dijeron: “señor presidente electo Joe Biden, ¡cuente con nosotros!”.
Entonces sí, Doctrina Estrada, para qué serviste.