Cada día nos alejamos más de la genuina praxis de la política y, consecuencia inevitable, nos acercamos a la confrontación de adversarios a ultranza. El ejercicio de la democracia, pareciera, no se nos da con facilidad y lo contrario supone ser la verdad. No se le saca el jugo al conflicto, en el mejor sentido de esta afirmación; por el contrario, se pone de manifiesto que se desprecia el disenso –no por ello se anula– cuando debiera ser la materia prima del ejercicio para las soluciones y acuerdos políticos y de la puesta en escena de la metodología democrática que no se agota exclusivamente en lo electoral, aunque tenga en eso su primordial momento legitimador para integrar el entramado representativo y, por ende, de la administración pública. 

Hoy, los que están en las antípodas entienden que su única función es aniquilar al contrario y llevan a pensar más en su supresión o sojuzgamiento bajo una lógica de guerra. Esto se advierte sobradamente más en quienes están en el poder. En ese ambiente de pugnacidades y simulaciones, de deterioro superlativo de la escena pública y de negación de las instituciones, avanzamos hacia el año electoral de 2021, durante el cual se disputará un poder esencial como el de obtener la mayoría en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión y, territorialmente, un crecido racimo de gubernaturas. 

Estará en juego la continuidad de una nueva hegemonía que pretende López Obrador o su cancelación, y no es posible avizorar con certidumbre y normalidad democrática cómo será el futuro que nos aguarda para los tres últimos años del gobierno de la república actual y las contradicciones que lleva en su seno con miras a la sucesión inexcusable. El sueño reeleccionista es eso, un simple sueño irrealizable que desde ahora hay que visualizar como punto de partida inalterable. 

Es muy difícil proponerse tareas de gran calado cuando los partidos políticos, sin excepción, están en su peor momento. Lo escribo pensando en el ominoso pronóstico que se ve venir y que se cifra en una especie de menú del cual hay que escoger por el simple argumento de que no hay más: esto o esto. Y decidir sobre esa base es un llamado al conformismo, a la resignación, y esperar que vengan años promisorios para los cambios que México necesita para salir al paso del gran desarrollo que en todos los ordenes necesitamos y que se ha visto trabado por gobernantes de poca monta, para los que la palabra “estadista” no está en sus diccionarios. 

Vivimos tiempos en los que la mentira sustituye a la verdad, la propaganda a la rendición de cuentas, los juicios y procedimientos espectáculo al Estado de derecho. Se nos permite ver, por los gobernantes, sólo el biombo, pero no lo que está detrás. El poder cree que construye el consenso, y nóminas y presupuestos se manejan con discrecionalidad al margen de los estándares internacionales de sociedades abiertas y democráticas. 

La política dejó de ser, así sea sólo en la acción de opositores, una actividad unida a la ética y al derecho para alcanzar el más bajo nivel de degradación. El vocabulario ahora es un argot que menudea en palabras que denigran, en primer lugar a quien la pronuncia, y acto seguido a los estigmatizados, los discriminados por estar en la discrepancia y ahora colocados en el riesgo de la intolerancia y la agresión. Nunca como ahora el periodismo es una actividad de alto riesgo, olvidando que a la postre es invencible por su capilaridad social y su formación de conciencia informada. 

Me quiero referir, para mejor entender estas prácticas, con el ejemplo de dos casos locales, a mi juicio, significativos: en primer lugar el cómo las encuestas –la demoscopia le llaman ahora– han sustituido lo que antes, con ventaja, se hacía al realizar análisis de coyuntura en materia de correlación de fuerzas. Antes, con estos exámenes de la realidad, revolucionarios, reformistas, opositores y demócratas, justificaban sus actividades, iniciativas y voluntades. 

Hoy no, basta que todos los días se vaya cerrando –artificialmente– la brecha de los que se dicen posibles vencedores en la próxima elección para que a partidos y precandidatos se les vea sin más como las únicas posibilidades. Eso lesiona la democracia y también los derechos de los que militan en los partidos. No hay más y es como soltar los números de una encuesta propagandista y el futuro no pasará de ahí. Por ese camino se le presentan a la sociedad misma los que van a ser, porque los de arriba ya dispusieron que no hay otros, aunque los haya. Los programas, las propuestas en torno a los grandes problemas no importan en lo más mínimo. Es prácticamente una política de semáforos y maniqueísmos. O, si se prefiere, de borregos que persiguen a quien lleve de pescuezo el sonoro cencerro. 

Este es, sin duda, el gran drama para casi todos. Ahí va nuestra suerte, nuestro futuro y si se llega a tales niveles que el funcionamiento de las instituciones cede a los caprichos de quienes están en el poder, no hay nada que hacer.

Para las futuras elecciones del Ejecutivo en Chihuahua –este es el otro ejemplo– hay circunstancias altamente preocupantes. Todos los pretendientes recurren al fraude a la ley de manera pertinaz. El que viola la ley hoy, la violará mañana. Los que pueden se hacen adular hasta la náusea. Aquí es pertinente no perder de vista una inserción pagada en la prensa tradicional a favor de la panista María Eugenia Campos Galván por parte de la cúpula empresarial que ya gritó su credo fariseo por la democracia, que se limita a las apariencias porque, muévase lo que se mueva, la democracia para ese grupo es un juego para quedar siempre arriba, en el poder. 

Esa publicación que comento, precedida por un destape empresarial apresurado que abarcó a todos los posibles de todos los partidos, ahora se decantó claramente por algo que me parece de visualización imperdible.

Me explico: todas las corporaciones o estamentos empresariales elaboraron su credo neoliberal y nos recitaron, una a una, la responsabilidad financiera como regla sin más acotación, primeros lugares aparentes en transparencia, plataformas de seguridad pública con saldos negativos, incentivos económicos que no han llegado, obras públicas que benefician a los grandes urbanizadores y el clientelismo de las becas y los alimentos con los que se labran adherentes. 

Con ese catecismo, la cúpula empresarial de Chihuahua dijo: “¡Enhorabuena por Maru Campos!”. Y como si sobrarán las corporaciones en una cúpula como esta, 32 firmas personales calzaron el documento, y de manera conteste nos dijeron por donde van, qué quieren en 2021: más PAN para Chihuahua, ahora encabezado por una alcaldesa sobre la que pesa una posible y grave acusación de su colega de partido Javier Corral Jurado. 

Dentro de esas firmas, y sólo a manera de ejemplo, están Victor Almeida García y el impresentable Eugenio Baeza Fares; los constructores predilectos del municipio, Luis Lara Armendáriz; la familia Terrazas, de larga data, y al final, sin ser el último, Eloy Vallina Lagüera. La decencia de todos ellos obligó a poner un asterisco en el propio desplegado: los nombres están en orden alfabético. No se vayan a equivocar, debieron añadir.

Esa es la política que hoy se nos ofrece. La del abismo.