Quisiera que fuera un cuento, pero no lo es. Y tal vez no lo sea, pero sí es una historia reciente, tomada de la realidad, entera y sin matices: 

El hombre rebasa los 75 años de edad. Ha superado dos embolias y cree en la medicina alternativa, aunque es trabajador jubilado y derechohabiente del ISSSTE. 

Vive solitario en su casa de interés social, al norte de la ciudad, en un lugar que nada más por tener caseta de vigilancia y para darle algo de estatus, acorde a los engreídos cánones comerciales de las constructoras, suelen llamarle pomposamente “fraccionamiento residencial”, lo cual no es ninguna falsedad: todas las colonias están fraccionadas y en ellas suelen asentarse residencias, del verbo “residir”, que es, según la Real Academia de la Lengua, lo mismo que “vivir, habitar, morar, radicar…”. 

Este personaje –llamémosle Alberto–, que parece arrancado de las memorables páginas del realismo mágico latinoamericano, sabe que su corazón late con la suficiente fuerza como para conducir su auto y trasladarse de su casa hasta la avenida Homero número 500, hasta donde lo llevó un citatorio del Ayuntamiento que preside María Eugenia Campos, bajo requerimientos no consignados en la notificación.

Como es un cumplido contribuyente y respetuoso del orden cívico, se dirigió a esas oficinas sin importar que éstas estuvieran ubicadas diametralmente opuestas al sitio de su domicilio. Llegando ahí le indicaron que debía dirigirse al despacho de Catastro ubicadas en la esquina de las calles Sexta y Ramírez, es decir, casi del otro lado de la ciudad.

Al llegar a ese lugar con la referida notificación en mano le indicaron, nuevamente, que no era ahí la cosa –cualquier cosa que fuera– y que debía presentarse en la sede de la Presidencia Municipal; o sea, retornar algunas cuadras más hacia el centro de la ciudad, buscar estacionamiento (30 pesos la hora, el doble si se excede un minuto) y caminar, encorvado como ya lo hace él, al destino señalado.

Pues no. Tampoco ahí era el asunto. Un empleado le señaló que debía acudir al edificio de varios pisos que se encuentra apenas cruzando la esquina de la Presidencia Municipal, aquel en que los ricos del pueblo fundaron un banco y cuya mole estaba mayormente deshabitada desde hacía años y que terminaron vendiéndosela a sus amigos del PAN en el poder, quienes pagaron, como si les importara, con dinero público. Todo un negociazo. 

Alberto llegó a donde le indicaron, obviamente con cara de tedio pero igualmente de preocupación, dado el caramboleo en que lo había metido la irresponsabilidad de una burocracia que no mide las consecuencias de sus actos. Se formó en una fila que se había integrado en medio del protocolo por la pandemia del Covid-19. Al arribar a la ventanilla, otro empleado le señaló, bochornosamente, que tampoco era ahí el asunto a tratar. Entonces lo enviaron al segundo piso donde, de nueva cuenta, se formó en la fila correspondiente.

Llegado su turno, el empleado tras el escritorio tomó el citatorio de Alberto y le dijo: “permítame, ahorita lo atiendo”. Con esas palabras, nuestro personaje sintió que ya no soportaría otra vuelta más. 

La fortuna es que, finalmente, ahí se encontraba el destino de un documento que bien pudo haber pasado como el mapa de un pirata. Luego de checar alguna clave de la notificación en su computadora, el empleado asestó:

—Señor, debe usted el predial –dijo el funcionario.

—¡Queeé! ¡Cómo! Ya pagué desde enero —replicó indignado Alberto.

—Aquí me aparece –dijo el empleado, apuntando al monitor de su computadora– que usted tiene una malla-sombra en su casa.

—Y eso qué tiene que ver. No es ninguna obra de construcción.

—Sí lo es –dijo el empleado–. Pero no se preocupe.

—¿Cómo que no me preocupe?

—Sí, no se preocupe, porque lo que debe son nada más sesenta pesos. Y los puede pagar hasta enero.

Por sesenta pesos, por la endeble y absurda normativa de desembolsar por tener una sombrilla, y porque terminó pagando más de estacionamiento que por la caprichosa deuda municipal, Alberto no tuvo más remedio que preguntarle, instintivamente, al burócrata:

“Oiga, ¿y no será que esos sesenta pesos, que multiplicados se hacen muchos, sea dinero para la próxima campaña de doña Maru?”.

Lo que contestó el empleado prácticamente no importa. La verdadera respuesta se ha estado construyendo durante la carrera política de Campos Galván en la búsqueda de un mayor ascenso al poder, y es algo que se puede verificar en lo cotidiano. Realismo puro, pues.