¿Cuándo vamos a impedir que los grandes anhelos de justicia y democracia dejen de “reabsorberse” en el fermento ya descompuesto de tiempos pasados? Es una pregunta que recibí en préstamo de un filósofo rancio. 

En estos momentos vamos hacia una compleja elección en 2021. En la nación entera se juega la continuidad o la frustración del proyecto de Andrés Manuel López Obrador con la elección de los quinientos integrantes de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, que será además, por primera vez, concurrente con la elección de gobernador, autoridades municipales y Congreso local. En un diseño inadecuado a la pluralidad que somos y escuchando obedientes el falaz argumento de que siendo las elecciones muy caras, hubo que compactarlas en menos eventos, sin percatarse del error de poner todos los huevos en una canasta. 

De cualquier manera 2021 da, al menos, motivos para cuestionarse qué nos espera y, así lo creo, no es nada estimulante o promisorio el futuro que nos aguarda de continuar en la inercia que marca el desplazamiento de las fuerzas y muchas cosas en presencia. Reconocer esto no es profesar un pesimismo pertinaz, es simplemente tratar de entender cómo se acomodan las piezas en el tablero del ajedrez.

Recapitulemos. En la década de los 70 del siglo pasado creció como nunca el movimiento estudiantil y popular que cimbró las relaciones de poder regionales sin que esta oleada tuviera la oportunidad de marcar un rumbo, sobre todo porque estábamos ausentes de los procesos electorales, para mayor gravedad por voluntad propia, que se complementaba con la legislación electoral del momento que únicamente abría oportunidades al PRI.

He sostenido que a Chihuahua, producto en parte de la derrota del villismo, se le encasilló como un estado administrado desde la Presidencia de la república, en especial sus secretarías de Gobernación y Defensa Nacional. Hemos tenido gobernadores que eligen en la soledad los jefes del Ejecutivo federal, como lo hacían los emperadores romanos con sus procónsules para territorios conquistados. Pongo ejemplos: Teófilo Borunda, Práxedes Giner Durán, Óscar Flores Sánchez, Manuel Bernardo Aguirre y Óscar Ornelas ocuparon el cargo por designación o nombramiento presidencial, y las elecciones o fueron un fraude o una pasiva simulación, por lo que la defensa autonómica de Chihuahua se ha arrinconado para que no sea prioridad de una batalladora y generosa región de México. Hay quienes ven como un caso extraño de disenso la elección de Alfredo Chávez, que de todos modos al final fue un asunto que se resolvió en familia, de manera simple y con arbitraje presidencial por partida doble.

Con el agotamiento del Estado posrevolucionario, ante la existencia de una nueva pluralidad imposible de amaestrar por el PRI y las agresiones a los banqueros en la etapa de José López Portillo, logró revertebrarse el PAN que, soportado en su viejo cimiento empresarial y aprovechando los eslabones débiles, en 1983 impuso al añejo partido una derrota histórica que de manera natural lo encausó a la disputa por el poder local en 1986, año de fraudes dictados desde el centro y operados por Manuel Bartlett Díaz, Fernando Elías Calles y Saúl González Herrera.

El deliciense Fernando Baeza llegó finalmente al poder ante abrumadoras evidencias de que su triunfo no era legítimo. Eran los tiempos en que la “patria” no podía pasar a segundo término y lo sentaron en la silla. Gobernó conciliando, lo que permitió a Luis H. Álvarez expresar que “no sólo los votos legitiman”, que también hay una legitimación secundaria por el desempeño que fortalece. Se preparaba entonces para 1988. 

Esos años fueron de insurgencias locales y Chihuahua llegó a manos del PAN bajo el liderazgo de Francisco Barrio, que luego perdió en 1998, iniciándose tres sexenios restauratorios al hilo con gobiernos priístas: Patricio Martínez inauguró la corrupción, despreció los derechos humanos y combatió con saña a quienes preconizaban justicia por el feminicidio; luego Reyes Baeza Terrazas permitió que se derramara la sangre en una guerra que deshonró a Calderón, a él y a las fuerzas armadas; y con César Duarte Jáquez se inauguró un sexenio en el que simplemente gobierno y corrupción fueron una y la misma cosa, llegó con el sello de Peña Nieto y con ese sello convirtió la administración pública en una organización criminal. 

La insurgencia para cerrarle el paso a la hegemonía que quiso imponer Duarte en calidad de hombre fuerte de Chihuahua fue inobjetablemente ciudadana, tesonera, osada y vecina de riesgos innumerables. El momento de quiebre fue el 23 de septiembre de 2014, cuando Unión Ciudadana lo denunció, con pruebas irrefutables ante la extinta PGR y otras instituciones. Toda la clase política empoderada, diputados locales y federales, senadores, permanecían dormidos y omisos o cómplices. En ese momento culminó un poder frente al cual se arrodillaron, uno a uno, los poderes que a falta de mejor concepto califico de “fácticos”: se pactó un modus operandi con el crimen (dividendos de por medio), la iglesia del arzobispo Constancio Miranda consagró a Duarte al Sagrado Corazón, los empresarios hacían sus negocios, los rectores se agachaban más de lo que se les pedía, el PRD de Hortensia Aragón, Héctor Barraza y Pavel Aguilar recibían sus mensualidades puntualmente y el PAN estaba a merced del tirano. 

Y ese PAN, con toda su historia, se había convertido en cómplice de una tiranía ridícula y decadente. En todo el sexenio ninguna de sus figuras públicas con cargo de dirección partidaria se atrevió a romper y fue obvio que hacia 2014 el partido de Gómez Morín iba en declive en cuanto a sus potencialidades. Las cuentas públicas de la corrupción fueron firmadas por María Eugenia Campos. Aún así ganó las elecciones de 2016, entre otras causas por un par que ahora quiero mencionar: la ausencia de una izquierda partidaria con arraigada vocación democrática que tuvo la oportunidad de buscar ser la desembocadura de esa gigantesca inconformidad que colapsó las pretensiones temerarias del tirano ballezano. 

En ese momento MORENA, con Víctor Quintana, no supo ni quiso tomar el reto de ese papel en el escenario, por sus compromisos trabados con Javier Corral y por sus viejas filias políticas por el partido azul. Pesó también la debilidad misma de Unión Ciudadana para jugar ese rol, lo cual no fue obstáculo para su deslinde claro y puntual, por eso nunca estuvo en campaña con Corral y en cambio denunció sus traiciones y simulaciones.

En 2016, aunque se ofreció retóricamente un “nuevo amanecer”, regresó el fermento descompuesto de los tiempos pasados; ni siquiera las innovaciones barristas fueron ejemplo. El PAN ganó la elección, pero le avisaron puntualmente que ahí estaba el comodín de la oligarquía, José Luis “Chacho” Barraza, dando testimonio del desafecto por Corral. Luego accedimos a un gobierno de desatinos, sin visión de Estado, sin capacidad de articular una administración ciudadana; y para no dejar dudas el mensaje fue claro en cuatro personas: Gustavo Madero, hoy delfín corralista, de cuya fermentación me desentiendo, porque todo mundo sabe que es porfirista de cepa, de hablar rústico y barba inculta, estuvo en la inventada Coordinación de Gabinete; Pablo Cuarón en Educación, Alejandra De la Vega en Economía y los negocios, y César Augusto Peniche, su mozo, en la Fiscalía General. 

Lo que los ciudadanos echaron por la puerta con la rebelión cívica y en la elección de 2016, entró por la ventana de nuevo, y hoy dos duartistas de fuste, María Eugenia Campos Galván y Cruz Pérez Cuéllar, son pretendientes de la gubernatura. El fermento sigue. Ambos personajes tienen una raíz común: el PAN. Un destino que se busca: que todo cambie para que todo siga igual y que la vieja cultura autoritaria cobre vigor y los proyectos de poder y los negocios no tengan obstáculo que se les atraviese.

Por el flanco de la izquierda, ¿qué se ve? Esa misma cultura de hacer política. Precandidatos que presumen amistades en las alturas, corroborando lo que dijo José Revueltas de que en México la amistad es una ideología. Luego, entonces, corren como baratijas frases de esta especie: “Andrés Manuel y su alter ego me encargó Chihuahua”; “Yo reparto becas de Bienestar y salgo más barato que una operación electrónica en cajero bancario”; “Monreal es mi padrino y por si no lo saben, es el próximo”; “Ramírez Cuéllar ya me dijo… y Corral me autorizó en la despedida de la nómina”; y “Tatiana aquí” y “Tatiana allá”. 

Eso es lo más rancio que podemos imaginar para el Chihuahua de hoy. Ya no se sostiene, porque fue una cultura política que todo lo troqueló a imagen y semejanza del PRI y que parece irrecusable, más si se provee de buenas encuestas, pagadas munificentemente.  

El panorama del porvenir es incierto en los contornos que finalmente se van a delinear a la vista de todos. Estaremos en recesión franca en sus efectos más temidos. La pandemia puede continuar como un enigma, la polarización caminando vertiginosamente hacia el enfrentamiento, el crimen que no descansa, las élites económicas a buen recaudo trabando negocios globales para evadir soberanías incómodas… Hasta aquí, negro el panorama. 

Pero también hay una apuesta que pone sus ojos en la ciudadanía para evitar el viejo y pestilente fermento de una descomposición que no nos merecemos.

¿Quieres disputar por Chihuahua?: ¡Órale! Pero probablemente tengas que rebelarte.