Dentro del flujo de una historia circular se encierra el PRI. El PRI de varios nombres y diversos contenidos. El de Calles, el de Cárdenas, el de Salinas-Peña Nieto. Un biógrafo de Churchill, Francois Kersaudy, ciertamente no el mejor, acuñó esta frase: “La historia, al pasar su lampara vacilante por los caminos del pasado, sólo lanza una débil luz sobre las pasiones de esos días”, así la moraleja es que resulta imposible reproducir, con el rigor de las ciencias exactas, lo que sucedió y las lecciones que dejan los hechos esenciales del pasado, eso sí pergeñables son –más allá de lo emocional– los sucesos determinantes, los que no pasan y perduran.

Es un tópico recordar que Plutarco Elías Calles fundó en 1929 al PNR, un partido anclado en el gobierno, aparato de estado y preconizador de un mito unificador: la revolución. Su iniciativa surgió en uno de los momentos más delicados de la historia nacional. Ese año, demás está decirlo, trasciende hasta nuestros días. Un ligero repaso: Obregón contra toda lógica maderista había ganado su reelección, era el caudillo político y militar todo poderoso y con aires de grandeza que hasta buscó, si no mal recuerdo, que el escritor español Blasco Ibáñez le confeccionara una biografía a modo.

Esa carrera en la cima del poder se truncó en La Bombilla, cuando lo asesinaron. Sumado a este suceso, el país se enrutó hacia la solución -siempre a medias por la voracidad del alto claro de la Iglesia Católica- del conflicto religioso, la universidad logró su autonomía y padecimos, para concluir esta apretada síntesis, el último intento de un golpe de estado militar: el levantamiento “renovador”, al que también se le conoce como “Rebelión ferrocarrilera y bancaria”, porque los militares (Escobar a la cabeza, Caraveo en Chihuahua) huyeron de su atrocidad por las vías férreas y asaltaron cuanto banco encontraron a su paso.

Pero el tema central era el poder y, en la visión callista, institucionalizar la revolución, donde ya se había avanzado en áreas tan importantes como la creación del banco central y el ejercito, en la que figuraron, cada quien en los suyo, Manuel Gómez Morin y Joaquín Amaro. Con los Estados Unidos había que llegar a la normalidad, a un modos operandi y a eso vino el embajador Dwigth Morrow de los negros tiempos de las presidencias de Calvin Coolidge y Hebert Hoover. El poder y la sucesión presidencial primaban por encima de todo.

Calles, por encima de los odios que despertó, tuvo talento para sortear la complicada coyuntura. Los viudos de Obregón, muy influyentes y con poder en el congreso y en las gubernaturas, estaban aparentemente dispuestos a ir con todo contra el presidente y refrendar, con otro actor político de los suyos, el poder que se les iba de las manos por el magnicidio. Eran una fuerza enorme, el ejercito era su fuerte. También estaban las encendidas voces de Manrique y Díaz Soto y Gama, atizando la hoguera. Los viejos maderistas y luego José Vasconselos le hacían aire a los rescoldos del maderismo y a un ideal democrático basado en el sufragio efectivo que se ha tardado en llegar mucho a México.

Hacer política en ese ambiente enrarecido requería de talento, pericia e iniciativas; cualquier desequilibrio podía llevar a una ruptura y después de 20 años de 1910 el clamor en el país era recuperar la paz y reemprender un desarrollo, más si observamos que la revolución como el mítico Saturno, ya había devorado a buena parte de sus hijos, Zapata y Villa entre otros.

En esa tesitura el parto puso a la luz una presidencia provisional en manos del tamaulipeco Emilio Portes Gil, que en su gobierno estatal emprendió la reforma agraria y abrió espacios a una renovada legislación laboral dándole consecuencia al defenestrado artículo 123 de la Constitución. Portes Gil, era un gobernador prototípico del obregonismo, culto para su tiempo, civil por añadidura y, para allanarle el camino frente a otros, Calles trabajó con astucia a los principales mandos militares del país, en realidad, el factor decisivo. El presidente, era poderoso hasta para constituirse en fiador de una casta militar victoriosa, de la que a la postre muy pocos se salvaron. Se optó por una presidencia provisional y eso aligeró el problema del poder ya que en muy poco tiempo, la disputa se daría por un periodo completo.

Ese fue el primer parto, el otro fue crear el partido que, con diversos nombres y contenidos, llega hasta el año 2000 con un poder casi monolítico y que se restauró luego de la mediocre docena panista. El PNR, en parte fue una gran confederación de partidos –como dato curioso hasta un partido de La Chaveña de Ciudad Juárez se enroló–, pero sobre todo fue el partido del poder que inició su vida dirimiendo un futuro en la visión de dos figuras históricas: Pascual Ortiz Rubio y Aaron Sáenz, el primero construido desde el poder y el segundo, ligado al obregonismo, pero sobre todo al mundo de los negocios apalancados desde el poder público. Díaz y los científicos todavía prevalecían en el espíritu de reconquistar el privilegio excluyente.

Ortiz Rubio, michoacano de origen, representó un mensaje de que la revolución se había hecho para algo diferente a la corrupción ligada a los negocios privados y de estado, claro, sin descartarla. Entró con calzador, pues siempre quedó el sabor de que los mexicanos hubieran preferido a José Vasconselos, al que, “derrotó” con malas artes. La primera elección del partido quedó envuelta en un fraude y lo más grave nos heredó el maximato. Quien quiera recordar esa elección le recomiendo la lectura de “Las palabras perdidas” de Mauricio Magdaleno.

Es conocido que Calles cumplió su promesa solemne de no volver a aspirar a la presidencia, pero se convirtió en jefe máximo que manejó a varios presidentes como sus títeres, hasta que un buen día en el que el general Lazaro Cárdenas lo detuvo, con su séquito de incondicionales, y literalmente lo puso de patitas fuera de México. Por primera vez no se derramaba sangre por estas pugnas.

¿Por qué no fue Aaron Sáenz? Muy sencillo, porque la convención fundadora del partido trazo un programa político a la izquierda, la revolución necesitaba esto aunque fuera demagogia, para que el mito unificador (nada democrático como se sabe) y a contra pelo de esto, Aaron Sáenz representaba, sin más ni más, el mundo de las finanzas y los negocios. Concentrar en una sola mano la bolsa y la corona y la aplicación de esa visión, con muchas dificultades, le permitió a la familia revolucionaria mantenerse en el poder por varías décadas, algunos la apodaron la “pax” priista. Don Aaron siguió en lo suyo, así lo registra la historia.

Dentro del circulo cerrado que aprisiona al PRI, encontramos a José Antonio Meade Kuribreña, que habría perdido la convención fundadora del PRI si lo hubieran pasado por los cedazos de aquellos tiempos, dejo a su imaginación quien había sido su mejor candidato. Aquí ya no hay rubor: el poder y la corona se quieren entregar a un tinglado muy bien armado de intereses nacionales, extranjeros y mundiales.

La elección no será fácil, el Estado lo sabe, los militares y su ley de seguridad interior nos dicen que en México todavía hay polvos de aquellos lodos de la tercera década del lejano siglo XX mexicano. Dígalo si no la reconvención que, el general secretario Salvador Cienfuegos Zepeda, hizo con motivo de la Ley de Seguridad Interior y que descarriló a Osorio Chong en su camino al Palacio Nacional.

Por lo demás, ahora podemos decir que en efecto, mi querido Daniel Cosío Villegas se convirtió en el árbitro en la disputa entre el PRI (callista) y el PAN (de lo poco que le queda de gómezmorinismo). Porque si en efecto el aliento que le dio vitalidad al proyecto azul eran sus diferencias con el proyecto, de varios nombres, que llega a nuestros días como priísmo, ya no tiene sentido: cambiando las minucias que haya que cambiar, el mejor candidato del PAN es Meade y que del PRI se apiade la historia porque no creo que lo haga dios. Ese sería el laudo homologado de don Daniel.

Tiempos duros en el horizonte, y mucho más duros sin izquierda.