Son estampillas de la política local ver, por ejemplo, a la alcaldesa de Chihuahua “fumigar” escuelas contra las garrapatas ricketssia. El entrecomillado casi cualquiera lo entenderá porque obviamente se trata de un desplante de campaña, no un genuino acto de gobierno y, por supuesto, menos de un trabajo de fumigadora profesional. La imagen es oprobiosa en sí misma porque, además de echar mano del director municipal de Desarrollo Urbano con la manguera del aplicador y rodearse de infantes de primaria en una clemente pose pedagógica, demuestra su interés fundamental está puesta en la reelección, en el 2018.

Pero no es la única. A diario se observan dentro y fuera de los medios acciones de gobernantes de varios niveles que ni siquiera pasan por la criba de la planificación pública, o realizan reparaciones menores de la infraestructura urbana a las que se les arropa con el velo de la grandilocuencia con tal de alimentar las simpatías personales –si es que aún quedan– y mantenerse electoralmente en el rating, con la diferencia de que ahora se utiliza directamente el erario para lograrlo.

Hasta ahora ninguna reforma ha sido capaz de modificar, cuando menos en las formas, mucho menos en el fondo, el status que guardan las fórmulas del entramado político-electoral. Esta idea de hacerse notar y aparecer abrazando niños con una imagen de improbable sacrificio personal pertenece a esos mundos tan bien contados por Carlos Monsiváis. Las relaciones aspirante-votante, gobernante-gobernado están más definidas por un amasijo de intereses y costumbres que por un código de ética. Y si se trata de recursos económicos, menos. Lo peor es que bajo esas condiciones llegarán todos a la reelección.