Quizá en algún momento de la vida se me aparezca el muro de los siglos del que nos habló Víctor Hugo. No para todos, conjeturo, de “carne viva mezclada con granito sin tallar”, pero sin duda “construido de todo lo que se derrumbó”. Podrán ser sus ladrillos, sus piedras o su mampostería hechos de tiempo pasado que está eternamente quieto, aunque no lo sepamos de cierto ni los historiadores le brinden sosiego.

2016 me devino un año de contrastes. Cegó la vida de seres humanos que trascendieron al profundo sentido de la amistad y me quitó al primero de mis hermanos. Las generaciones se aniquilan como las cuentas de un rosario, una vez que el cordel que las ata o reúne, a cada una en su lugar, se rompe para pasar al nebuloso territorio del caos y el olvido que todo lo desvanece.

También fui testigo –no aspiré a más– de que la política, esa pasión que ocupa a un mismo tiempo mis sueños y mis vigilias, aturde a quienes se suben a sus naves movidos sólo por la ambición de aferrar el timón, desdeñando a los que empuñan y mueven los remos, los verdaderos dueños de la energía que rompe las olas, las mareas y evade los peligrosos escollos.

El año me resultó abundante en estados de perplejidad. Al llegar a su fin tengo más dudas que certidumbres y eso me causa un gozo personal indescifrable. A la distancia descreo de muchas cosas que estimé inconmovibles. Dejé de tener como verdades viejas convicciones, pero a la vez reafirmé mis esperanzas en todo lo que eleve al espíritu humano, la justicia, los derechos plenos para mujeres y hombres. Escribí muchos textos –¿para qué?–. Hasta dije que apostaba mi resto si una ciudadanía rebelde me otorgaba el privilegio de tener mis pies en sus trincheras y pido la benevolencia por el empleo de términos que debieran estar vedados al lenguaje político por su penetrante olor a guerra.

Además leí, viajé por páginas que me dejaron muchas enseñanzas, gran parte de ellas ya no tendré la oportunidad de llevarlas al tráfago de la vida. Mis lecturas de los últimos tiempos, creo, las escojo por su calidad e imbuido del deseo de saldar un déficit –enorme– que a mi juicio se ha agigantado al ver y convivir con un autor que lleva a otro, a otro, y a otro más. Disfruté una biografía de Miguel de Cervantes y me enteré de su gran aventura en la conquista de la ironía. Jordi Gracia le quitó el polvo, si alguno tuviere, a los cuatrocientos años que acumula el grande de nuestras letras, autor de El Quijote, que puntual pronunció que cuando la muerte se aproxima a nuestra puerta, “o se dicen grandes sentencias o se hacen grandes disparates”.

A todos nos sucede: regresamos, no siempre porfiados, a los lugares donde fuimos, a la fuente de la que brotamos, a recordar lo que nos dio felicidad y tristeza, y en mi pequeña experiencia, al lugar donde algún día supe de la existencia de la dignidad humana, de la necesidad de convertirla en actos y, cuando de la propia mano corra, impedir que se ultraje en cualquier ser humano, sin importar nada sino el otro, que clama por lo que le es propio y además le da su esencia.

Para cavilar en todo esto, rodeado de un entorno entrañable, me dio por caminar por las calles amadas de mi pueblo, por sus callejones, por sus fuentes, por las aguas, manantiales y riberas de sus ríos, por los templos que ha mucho se derrumbaron en mi corazón, por la íntima sombra del viejo Cine Alcázar, por jardines y parterres de sus plazas públicas y por sus floridos campos a punto de ofrecer sus mieses. Fui en búsqueda del muro al que le plañe Víctor Hugo, el legendario amigo de la república juarista que defendió con pasión desde su propio exilio. Gasté algo de suelas y a mi paso entre la gente ya no conocía a nadie, y mi presencia también resultaba indiferente. Nada fuera de lo ordinario.

La búsqueda fue al interior y a cada paso brotaron los recuerdos. Llegaron las preguntas ineludibles y, sin más, las respuestas se quedaron dentro, porque al final, si algún valor tuvieran, no fueron más lejos de la amurallada intimidad. Gozoso me las quedé, como dulce o como hiel, en ambos extremos sólo mías.

Indignas de compartirse, se quedaron en la bóveda de mis recuerdos. Son mi muro.

Amo en el recuerdo la añosa Plaza Hidalgo porque en una de sus bancas leí el Manifiesto Comunista y me subyugó la propuesta de su utopía con la quedé marcado para muchos años. Pienso que, cambiando lo que haya que cambiar, contiene la propuesta de una redención social y humana posibles y además colmada de fines justos, necesarios, aunque el siglo XX lo estigmatizó con otro muro que no es precisamente al que aquí invoco. Con los años comprendí el magisterio representado por políticos y humanistas que, profesando el socialismo, también fueron salpicados de un espíritu liberal que impulsa a aborrecer las trabas y las prisiones que sofocan a la humanidad.

Es el socialismo en el que se puede “andar, cantar y meditar bajo el cielo”, como lo hice en este viaje, enfundado en ropas que me placen y cargado generosamente de recuerdos de vida que no quiero abandonar por ser parte de mi carne y mi palabra que más quiero; infinitamente más, cuando se torna en acción al lado de los otros en la “epopeya humana, áspera, inmensa –derruida”. Sí, con esas notas que le tatuó el poeta, pero también alimentándose de ese fluido cósmico que es el amor en todas sus modalidades, alimento que estimula el caminar en busca de los anhelos más dulces que podemos imaginar y a final de cuentas siempre inalcanzable por su índole infinita. Siempre habrá más.

Para mí no hay nada mejor para escuchar las voces interiores que regresar al “edén subvertido”, a los primeros momentos de la existencia, vistos con los ojos de los últimos e impostergables tiempos, entonces vale completar el expediente de la propia vida y gritar que no fue en vano buscar un mundo nuevo, porque ese deseo llenó, al menos, un corazón que siendo para sí, late por los otros, por una luz que a todos ilumine. “…y urgir al corazón es mi consejo: qué largo es el camino y corto el tiempo”.