Aunque, como suele decirse, “no hay elección más importante que la próxima”, la de 2021, concurrente con la federal de diputados en el caso chihuahuense, tendrá una importancia capital. Por una parte se medirá el peso de las entidades frente a un creciente proceso de centralismo y pondrá en juego y consulta la futura composición de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión; de ahí que se preserven aspectos nodales del constitucionalismo mexicano y redimensionen los mecanismos de contrapeso para diseñar el Presupuesto de Egresos de la federación, facultad exclusiva de los legisladores e instrumento de todas las políticas que hasta ahora se han diseñado con la gran ambición de mantener en el poder el lopezobradorismo. 

Así reseñado sumariamente, está por demás subrayar la importancia del 2021. De sus resultados vendrán consecuencias que se harán sentir fuertemente en el país. Me interesa ver cómo se está procesando en MORENA la sucesión adelantada que se vive en Chihuahua, donde ya todas las expresiones, de todos los bandos y partidos han pasado a la acción ante la pasividad del órgano rector, que por otra parte tampoco tiene herramientas para enderezar el cauce de estos acontecimientos.

Preocupa el centralismo, el ponerse de espaldas al sentir profundo de lo que es una federación que se expresaría por la libertad de orientar el régimen interior al margen de hegemonías que ya no se sostienen, si es que alguna vez se sostuvieron. Emilio Rabasa, a la hora de hacer el balance de la Constitución de 1857 y el comportamiento archipresidencialista de Porfirio Díaz, hizo notar que el poder del centro siempre creció a expensas de los estados.

Cuando los priístas inauguraron su larga estadía en el poder en 1929, prácticamente continuaron por los pasos de la dictadura y desde de la capital de la república palomeaban la lista de los gobernadores que debían ocupar sus cargos en las diversas entidades que estuvieron a merced de su incontrastable poder político, militar y financiero. El presidente, en los hechos, fue el gran elector, a contrapelo del espíritu democrático que alentó el maderismo, que desató un intento de revolución democrática en el país.

Se amalgamó eso a las circunstancias de debilidad de las clases políticas de los estados, pues muy pocos podían hacer uso de una autonomía relativa para dirimir las ambiciones de poder. Esto tampoco significa que del centro se enviaran procónsules romanos a imponer su voluntad; por supuesto que hubo excepciones, pero sabían mínimo administrar las nominaciones para no confrontar en los lugares propios que se iban a ocupar por los representantes del presidente. 

A tal grado llegó esto que durante un buen tiempo se clasificaba –las cronologías no siempre estaban empatadas– a los gobernadores heredados de un sexenio a otro y frecuentemente caían en desgracia los que habían gozado del favor y ya no eran sus tiempos, agravado esto cuando se decía que no le “atinaron” en el alineamiento con el famoso tapado que se convertiría en el Tlatoani sexenal del país. 

La facultad, constitucional o no, de deponer gobernadores fue una constante durante el régimen del partido de estado, en ocasiones para establecer correcciones y en otras para castigar a los desafectos. En los setenta años que duró el PRI, el que más defenestró gobernadores con estas facultades fue el general Lázaro Cárdenas, ya que durante su sexenio, que fue el primero de ese plazo, promovió la licencia obligada de dos gobernadores y dictó el desafuero de otros diez. Fue una limpieza general del dominio que pretendió ejercer como factor permanente Plutarco Elías Calles como hombre fuerte y máximo. Ya en la era de Carlos Salinas y por razones de otra índole, cayeron gobernadores, producto de conflictos electorales que fueron abriéndole espacio a una transición democrática que luego se coaguló en una partidocracia. 

Ahora, a partir de 2018 se supone que estamos inmersos en una transformación que se presenta como un cambio de régimen, aunque los contornos de todo esto no están claros, sobre todo por la reiteración de prácticas políticas profundamente divorciadas del sistema democrático que hemos pretendido edificar y consolidar, pero que hasta ahora se ha malogrado si vemos cómo se marca tendencia en la designación de los futuros candidatos de MORENA a las gubernaturas de los estados, y el ejemplo chihuahuense está más que a modo para entender lo que aquí se está planteando. 

Un poco de historia como avance: Chihuahua, luego de su derrota en la Revolución, ha sido una especie de territorio en administración del presidente de la república, de tal manera que prácticamente todos los gobernadores surgidos del partido de estado fueron designados en la sede de la Presidencia de la república y por su titular. No pondré muchos ejemplos, pero se puede decir que Calles nos trajo a Luis L. León; Miguel Alemán a Óscar Soto Maynez, y José López Portillo a Óscar Ornelas, con la consecuencia de que sucesivamente llegaron presidentes como Adolfo Ruiz Cortines o Miguel De la Madrid a deponerlos, me refiero a los dos últimos. 

De esto se sigue una lección inobjetable: quien quita y quien pone es el presidente y los ciudadanos de las entidades tienen que apechugar esas decisiones como si padecieran una minoría de edad o una capitis diminutio máxima, o sea una pérdida absoluta de la libertad y la ciudadanía a la que ha de sobrevenir una obligada tutela que se levanta para tomar todas las decisiones de quienes ahora son simples objetos pacientes de la enajenación. Obviamente ya ese retrato no es el que tenemos en presencia; con resistencias de diversa índole se buscan ejercicios de autonomía en muy diversos órdenes, pero se intenta una reedición que hay que impedir.

La cultura política tiende a imponer cartabones y pautas, y es aquí donde me refiero a cómo se está procesando una candidatura centralista acorde a las pretensiones de hegemonía del presidencialismo actual. 

Rafael Espino, chihuahuense de origen pero desarraigado, recientemente nombrado consejero ciudadano en PEMEX –cargo que se estima de la mayor importancia–, camina por Chihuahua luciendo una bendición presidencial al estilo de aquellos otros de los años del autoritarismo que llegaban acá unos meses antes de la elección y de que ya todos decían: “ese es el próximo, es el hombre que nos mandó el presidente”, “ya no le demos vueltas, ese será el candidato y el gobernador”. Claro que Espino, en espacios abiertos, no lo dice, pero otros se encargan de pronunciarlo por él.

Esta práctica nos hablaría de que si acaso hay una mutación o cambio de régimen sería para involucionar, para “retrogradar”, como se dice en el argot de moda. 

Entonces, nos sobran una multiplicidad de preguntas: ¿Se quiere perder?, ¿se quiere poner en charola de plata la gubernatura en manos de la derecha chihuahuense, dándoles un argumento que duele, y mucho, en estas tierras?, ¿se trata de ofrecer platillo único en un menú que no verían tan mal los tradicionales dueños de estas tierras? ¿O vamos hacia un nuevo maximato? 

Sea lo que sea, pienso que la apuesta por los ciudadanos libres y con capacidad es el reto mayor a encarar durante lo que puede ser la conclusión de la querella chihuahuense que tanto duele, y que por lo demás importa un bledo por allá.