Ni los partidos políticos, que en el reciente presupuesto autorizado por el INE para 2020 supera los 5 mil millones de pesos (¡curul, no te acabes!), ni el Sistema Nacional Anticorrupción desean dar más pasos hacia una mayor transparencia en el país.

Lo demuestran dos hechos concretos: desde que las prerrogativas a los partidos se tornaron jugosas, ninguno de los siete actualmente vigentes en el espectro nacional han reportado con suficiencia informes de transparencia sobre sus gastos, pese a los magros beneficios que estos le reportan a la democracia mexicana. Al mismo tiempo el SNA rechazó, inspirado en decisiones tomadas por la Suprema Corte, donde los ministros tienen los más altos sueldos del país para un funcionario público, la propuesta del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), que pretendía hacer públicas las cuentas bancarias de los servidores públicos, dentro del llamado mecanismo denominado “3de3”.

La iniciativa que no prosperó tenía entre sus argumentos principales el hecho de que en los recientes escándalos de corrupción se triangularon recursos y el usufructo de los mismos recayó entre familiares de los funcionarios públicos. El Consejo de la Judicatura también rechazó la propuesta bajo el argumento de que dicha reserva es para asegurar el derecho a la seguridad de los declarantes. Y entonces, sólo las autoridades tendrán acceso a esa información en determinados momentos, como en alguna investigación, por ejemplo.

Quiérase o no, ese tipo de decisiones revelan que en México hay una clase política que se sabe –y lo hace sentir– muy por encima de sus gobernados o de quienes presumen representar local, estatal o nacionalmente, y que luego se tornan inescrutables. A estas alturas les es improbable recordar que la función pública es un servicio que se presta a la comunidad, no espacios para allegarse grandes ganancias o un estatus social, aspiracionalmente alto por supuesto, y a lo largo de prolongadas estadías en los cargos. Es decir, los políticos a sueldo suelen perder el piso, como se dice coloquialmente. Y en aras de una especie de autoprotección, levantan la mano y suman así fáciles aliados que les permitan mantener un nivel de vida que no quieren perder. En este caso, la transparencia les resulta incómoda, estorbosa.

Las figuras cada vez más decorativas de los organismos autónomos se ven limitados por el propio sistema de partidos, por un presidencialismo a todo vapor, por una claudicante división de poderes y por la ausencia de contrapesos en las diversas instituciones y organismos políticos que no han podido construir una oposición éticamente responsable y creíble. 

Y dentro de todo este maremágnum se ubica el ciudadano común, que enterado o no, transita entre el fuego cruzado de la alta burocracia gobernante, y cualquier decisión que se tome allá arriba, tiene sus efectos acá abajo. El ciudadano común, han de pensar, no merece saber tanto. Pero en la era de la información, a veces excesiva, todo, algún día, se sabe.