Nos dicen que hay un cambio de régimen, pero el presidencialismo se ha acrecentado. Y no hablo de cualquier presidencialismo, hablo del mexicano que se ha convertido en una rémora para el desarrollo del país en todos los órdenes. En este sistema, como se sabe ya con tonos de lugar común, todo el poder se concentra en manos de un solo hombre, lo que nos recuerda a la monarquía y, por ende, el nombramiento de los secretarios de estado –que no ministros responsables– queda al absoluto arbitrio del titular de esa facultad y lo ejerce prácticamente con discrecionalidad, para lo cual no es obstáculo el trasiego de la designación que pasa por parte del Legislativo. En otras palabras, el único responsable del gobierno federal es el presidente, nadie más.

De mucho tiempo a la fecha el propósito reformista en esta esfera se ha exaltado como una necesidad vital para el futuro del país, y en estos momentos esa necesidad cuenta con más trabas y la transición democrática, largamente buscada, tiende a coagularse en un entramado burocrático, formal e informal, donde sólo la cima unipersonal impera de manera irrefrenable, adosada con espíritu de asambleas en plazas de armas con ciudadanos orillados a levantar la mano en señal de aprobación. Obviamente que con lo dicho se quiere afianzar la idea de lo nebuloso que es el tan traído y llevado “cambio de régimen”, lastrado además por la precariedad de un sistema de partidos colapsado y que no se ve cuándo pueda ser remplazado por el que necesita la democracia en México.

Sin pretender que estas sean las premisas mayores para explicar la renuncia de Carlos Urzúa Macías, hoy exsecretario de Hacienda, recomiendo no perderlas de vista. Lo más importante en la renuncia no fue el inmediato control de daños que se ejerció para nombrar al sucesor Arturo Herrera, empleado en la misma dependencia y, si me apuran un poco, proclive a seguir las indicaciones de la jerarquía que ejerce el presidente. Lo dramático de este caso, es precisamente el mensaje de que el presidencialismo a ultranza se ejercerá, porque el que se fue, hombre con cualidades que lo encumbraron a la importante dependencia, un día después fue prácticamente linchado con el mote predilecto de la denostación: un neoliberal con la doble alma de José Antonio Meade y Agustín Carstens.

En principio es dable pensar que el que llegó ya sabe las reglas y la disciplina a la que estará sujeto, y sobre él pesará la amenaza del presidente de cambiar de secretario de Hacienda cuantas veces sea necesario, pues si Juárez tuvo más de treinta y es el paradigma histórico a seguir, ya podemos colegir que se experimentará con más de 25 en lo que resta del sexenio, aunque no está de más recordar que mi querido Benemérito fue reeleccionista y no soltó el cargo desde que se hizo con él hasta que una angina de pecho le arrebató su azarosa vida. ¡Por algo se toman los héroes como ejemplo!

Un secretario de Hacienda, y por decirlo con largueza, encargado de las finanzas de un país, es un funcionario clave, esencial, del que los buenos principios de la administración pública reclaman con cualidades elevadas de conocimiento, destreza, análisis, inteligencia, y reciedumbre para decirle al jefe tanto sus propuestas como señalarle sus errores, y aunque es externa la personalidad, se demanda el compromiso con la estabilidad en el cargo. De alguna manera es la pieza clave de eso que se llama la “confianza” en el Estado, el gobierno, la administración y la sociedad. No es, de ninguna manera, un peón en el tablero del ajedrez: tiene las características de las piezas mayores, y de entre las mayores quizá la mayor. Es de los cuadros de gobierno, por decirlo con palabras que pretenden un mayor convencimiento, de los que siempre tienen razón aun cuando no la tengan, porque si carecen de ella permitirán que otros construyan la carta de navegación, sobre todo en gobiernos y sistemas que están en viraje, en transición, lo que no significa que necesariamente lleguen al mejor puerto, como bien lo reconoce la historia.

En este sentido, gustaría ahora de trazar un paralelismo entre Carlos Urzúa Macías y el histórico Jacques Necker, el financiero y político suizo del siglo XVIII que fue en tres ocasiones encargado de las finanzas de la monarquía francesa por el rey Luis XVI: en 1776, 1788 y 1789 y que lo abandonó tres días antes de la Toma de la Bastilla, que hace muy poco se festejó. A decir de expertos sobre la Revolución francesa, el reformismo de Necker “era demasiado audaz para el partido aristocrático y demasiado timorato para los patriotas”. Se ganó la anidmaversión de la nobleza y el clero porque, ante la situación de crisis de la Francia del naufragio del absolutismo, ordenó nuevos impuestos para esas clases privilegiadas. Le indicaron el camino de la calle, quizá de alguna manera como a Urzúa, que planteó una reforma fiscal progresiva que no encajó en un Plan Nacional de Desarrollo (recomiendo que lo lean) cargado de demagogia. 

Urzúa cometió el error de muchos hombres dedicados a esa función y he aquí un segundo paralelismo con Necker, pues fue “analítico y prudente, que confiaba excesivamente en los recursos del análisis y la autoridad de la inteligencia (y) no estaba hecho para afrontar los aspectos destructivos y violentos de la política”, como también se le describe, no de ahora, sino de años en la propia administración de la Ciudad de México y en su notable vida académica. 

En fin, más allá de los efectos, graves o no, en la economía de México, ocasionados por su repentina renuncia al cargo de secretario de Hacienda del gobierno federal, exhibiendo el rompimiento de la unidad y cohesión tantas veces expresada por AMLO como una de las grandes fortalezas de su gabinete y, en general, de su equipo de colaboradores, lo verdaderamente grave y preocupante permanece escondido, subyacente, como la causa expulsora de decisiones y políticas de gobierno equivocadas que atañen y afectan a todos los mexicanos. 

Las discrepancias fundamentales entre Urzúa y AMLO, por todos conocidas, quizás sólo fueron la gota que derramó el vaso, pues detrás de todo ello se esconde el autoritarismo, la soberbia y egocentrismo, así como el capricho y la irreflexión en la toma de decisiones sobre asuntos que impactan severamente  al desarrollo económico, social y político del país. Así lo están percibiendo ya amplios sectores de la sociedad.

La incertidumbre en el rumbo del país, la ausencia de incentivos para la inversión generadora de empleos, la debilidad de las finanzas públicas advertida por Urzúa, el debilitamiento de las finanzas de los gobiernos estatales y municipales, el crecimiento exponencial de los delitos de alto impacto y del mismo espectro delictivo; las reiteradas violaciones a la Constitución y, con ello, el debilitamiento del Estado de derecho en nuestra nación, constituyen, entre otras más, junto con la renuncia del secretario de Hacienda, hechos que gota a gota agrietan la figura y credibilidad en el gobierno de la Cuatroté y, de manera particular, en AMLO.

Sin duda se empieza a percibir no sólo escepticismo hacia este gobierno, sino un malestar creciente. Gobernar no es fácil, hacer historia por anticipado, menos.