Aún henchido de triunfalismo, Andrés Manuel López Obrador “celebró” el primer año de su llegada al poder, de su victoria avasallante en las urnas electorales. Lo hace en medio de varias polémicas que casi no se miran, o que los viejos nuevos hombres del poder no desean que se miren, pero que controvierten muchas de sus acciones si se contrastan, precisamente, con sucesos ocurridos hasta antes de ese nuevo año “transformador” (léase 70 años de priísmo y más de una década de panismo entreguista).

Ni fobias ni filias. Quienes no le hemos dado el golpe a la llamada Cuatroté podemos observar con cierta serenidad –no sin humor, negro por supuesto– sus contradicciones, algunas llevadas al nivel de la incoherencia, y otras al arrebato mismo de la traición histórica, de esas de las que se ocupó fervientemente el escritor michoacano José Rubén Romero, el creador del imperecedero Pito Pérez

Por principio de cuentas, en qué país medianamente democrático, impermeable a cacicazgos que parecen de rancio abolengo, se permite festejos masivos para un solo hombre. Esta versión torcida  de referéndum –añeja, pero revestida de progresista– aplicó al inconsciente absoluto la dosis de “sí se pudo” y “aún podemos” para un imaginario colectivo dispuesto a creer mesiánicamente en el redentor, a falta de mejores liderazgos visibles. Por eso en Europa, a cuyos modelos de gobierno e instituciones aspira el propio AMLO, piensan que México sigue siendo un país surrealista, churrigueresco –no sólo por la parte de arquitectura que nos toca– en el mejor de los casos.

En el “AMLOFest” realizado en el patio de su casa, es decir, en el Zócalo de la Ciudad de México, se condensaron todos los propósitos y despropósitos del nuevo régimen: vivir, con perdón, del pasado, y afianzar los cacicazgos de los bienhechores hombres y mujeres del sistema, convertidos en benefactores pacifistas, tanto como para que el gatopardismo se instale entre ciudadanos y ciudadanas que felices festejan la derrota, ¡faltaba más!, del neoliberalismo, “del conservadurismo, faccioso y corrupto”, y de las enemistades irracionales con los otrora miembros de la élite mexicana y, por eso, afiliados automáticos de la mafia del poder.

En México debieron pasar muchos años para que algunos hombres del sistema pudieran darse cuenta de que la Revolución mexicana había sido traicionada casi de inmediato. Pero en contra de sus deseos, en la realidad al Prometeo de Macuspana sus intenciones y aspiraciones se han topado pronto con el muro de las acciones que en concreto ha emprendido en este año de jubileo, aunque se excuse como radical antes que moderado, lo cual también es muy discutible. Ni qué decir de su recurrencia a las citas y frases famosas, más que a un marco teórico plantado en la tierra, para adornar sus planes. Porque si a esas vamos, de las primeras traiciones revolucionarias nos da cuenta el mismo José Rubén Romero en “Mi caballo, mi perro y mi rifle”, escrito antes de que AMLO naciera y en el que describe su decepción de encontrar, al retorno de la batalla, que los caciques del pueblo estaban ya montados en el palco del nuevo gobierno revolucionario:

“…hubiera querido saber por arte de qué superchería se hallaba ya instalado en las alturas, codeándose amigablemente con las primeras autoridades designadas por la revolución. Me acordaba, además, de Brunito Valdés, quien, con la experiencia de sus años, decía: ‘los caciques se reproducen como los conejos, y en las luchas armadas sólo cambian de sitio’ (…). Pensando en ellos, mi rabia no podía contenerse cuando llegamos al Cuartel. Me representaba a mi madre muerta, mi molino incendiado, mi cuerpo tundido por los golpes de la pelea. ¿Y todo para qué? Para que don José María, don Filiberto o don Tiburcio sigan medrando y los mismos hombres de la revolución, un Nazario cualquiera, apadrine su entrada en el nuevo régimen, tan sólo por la vanidad de codearse con quienes antes los miraron con tanto desprecio”.

Los nombres de “José María”, “Filiberto” y “Tiburcio” los puede usted cambiar por los de Emilio Azcárraga, Miguel Rincón y Carlos Slim, dueños de Televisa, de ser compadre del presidente y dueño de grandes papeleras, y de ser dueño de múltiples empresas, entre ellos Telmex y Telcel, respectivamente.

Y es cuando uno se pregunta de cuál transformación se nos habla a diario, propagandísticamente.