Cierto: la decisión todavía está en ciernes, pero ya se asoma la picuda oreja de la cínica corrupción. 

Alejandra De la Vega, secretaria en la esfera económica de Javier Corral, puede dedicarse a los negocios que le plazcan, que para eso cuenta con una proverbial fortuna heredada y, en buena medida, generada bajo el alero del vicio y el alcohol. 

Ya compró un equipo de fútbol con el que se catapulta hacia una esfera superior; no es el primer intento de combinar negocios y deporte. Está en su derecho a invertir donde mejor fructifiquen sus intereses. 

Pero que lo haga bajo la circunstancia de abandonar el puesto público que tiene, es otra cosa. También lo es que se apalanque en el gobierno del estado y en su amistad   deslumbrante para Corral, pues esta falta se conoce como “tráfico de influencias”. 

Pero lo que no tiene el nombre –en realidad sí lo tiene y se llama “corrupción política”– es que Javier Corral le ofrezca construir un estadio, que de consumarse la obra se convertiría en la casa del equipo futbolero con el que desean acrecentar la ya de por sí grande sucesión hereditaria de Federico De la Vega, aderezada con riqueza petrolera con fuerte tufillo a  republicanismo soez como el de Donald Trump. 

La pretensión de edificar este estadio es similar en sus alcances al propósito que tuvo Duarte de apoderarse de Unión Progreso y después de un banco. Sólo que ahora estos decretos de lengua se hacen –perdón por los gerundios– “viendo” y a lo extrañamente “macho”.