“Hay una cosa más terrible que la calumnia: la verdad”.

—Talleyrand

De nimiedades surgen las cosas, afirmó el escritor James Hilton. Vi veinticuatro, o más, páginas de El Heraldo de Chihuahua con las que se despidió con honores a Javier Contreras de su larga estadía en el rotativo más viejo del estado, y ese hecho –más que la jubilación– provocaron de inmediato estos recuerdos y reflexiones, salidos de mi pluma fuente y que deseaba guardar sin darles el homenaje de la publicación, cuando lo es. 

Hilton escribió su obra “Plazos que no se cumplen” por un sombrero que el viento se llevó. Vi todo ese papel ensabanado como algo insulso y, sobre todo, vergonzoso. Mejor –así lo pensé– lo hubieran hecho confeti para alcanzar precisamente una función festiva en la que resulta más fácil lanzar los pequeños trozos –redondos o cuadrados– para retirarlos de entre el pelo y la ropa. Sí, porque el asunto es más importante y obliga a preguntarnos por el rol de aquel medio en la vida contemporánea de Chihuahua y en un periodo que abarca toda una generación. 

Javier Contreras es un hombre imprescindible para el periodismo chihuahuense. Durante veinticinco años dirigió el periódico de una organización con presencia en todo el país, que durante la Guerra Fría fue refugio del anticomunismo y el fascismo, pero que también ha sido una industria cuyos vínculos empresariales con el poder no escapan al análisis para entender las relaciones, generalmente desprovistas de limpidez, entre la prensa, el gobierno y el régimen político.

Contreras llegó a la dirección de El Heraldo con el precedente de haber hecho escoleta en otros periódicos, con las herramientas que da una carrera en filosofía y, subrayable, como comunicador gubernamental durante el periodo de Óscar Ornelas, con la impronta de un nombramiento y un estipendio. Fue –es– un hombre de los medios, queda claro, pero de los medios ligados al poder y a la defensa del establishment. En ellos, y por imperiosas necesidades, navegamos a contracorriente bajo la divisa de “A tal patrón, tal marinero”. Confieso mi afición por la práctica de Eugenio Zamiatin, que se sintetiza en esta su frase: “Se que tengo la mala costumbre de decir, en un momento determinado, no lo que podría ser provechoso, sino lo que creo verdadero”.

En un México falto de honor (cualidad ética que deviene del cumplimiento de deberes en la óptica de los otros) como lo afirma Juan Villoro, el periódico de Contreras, su línea consuetudinaria, nos hizo sentir el tiempo de esta manera: el pasado fluía hacia adelante, y la vida fluía hacia atrás. Hasta el color y la textura del papel supuraban una insoportable carga o lastre que siempre se propuso domesticar a los tigres opositores, para que todo caminara con la mansedumbre propia de las ovejas, frase que me viene de recuerdo lejano.

No hablo de cosa menor. En la esencia del tema está el lenguaje, que nos distingue como humanos del resto de los animales, por una parte; pero todavía más: el que toma la forma escrita es el que mejor hace la distinción. De mis últimas aficiones filosóficas (no paso de ahí) tengo en la lectura de John Gray la pista de que el lenguaje es la poderosa herramienta para codificar, registrar la observación que hacemos de la sociedad y la naturaleza para contenerla en la memoria. En sentido borgiano, entiendo que los libros, y en general los textos de buena factura, son una extensión de la memoria y la imaginación humanas. Pero además sería una impertinencia imperdonable no hacerse cargo, con todas las consecuencias, de que el lenguaje también tiene muchos otros usos y lo que aquí se advierte es que se puso en práctica como el “invento para ocultar lo que los hombres piensan”, según lo puntualizó el genio del oportunismo francés, Charles-Maurice de Talleyrand, que transitó por todas las esferas del poder, de la gran Revolución a la Restauración monárquica, pasando por el primer bonapartismo. 

Afirmo que Javier Contreras es una historia imbricada intencionalmente entre prensa y poder, entre derecha política y conservación de lo establecido. O dicho de otra manera: “Unicuique suum” (a cada uno lo suyo),“Non praevalebunt” (las puertas del infierno no prevalecerán), como se lee en latín, en la primera página del periódico del Vaticano, L’Osservatore Romano. Ni más ni menos. Con El Heraldo pocas veces los hechos fueron sagrados; a contrapelo, las opiniones discrepantes, amuralladas. Se cumplía así el apotegma de que no hay periodismo neutral. 

Durante los setenta años de gerencias del PRI la OEM fue, como muchas otras cadenas noticiosas en México, a un tiempo escudo, receptor y emisor de la versión oficial de eso que entre los periodistas se conoce, debido al famoso editor del Washington Post, Philip Graham, como “el primer borrador de la historia”. Visto así, y mucho antes de que las nuevas tecnologías revolucionaran los modos de información, la OEM ya elaboraba sus propias “fake news”. 

Esa tradición, que había pasado de los García Valseca a los Vázquez Raña, gracias a las mañosas injerencias en la prensa del populista Luis Echeverría, logró penetrar en el Chihuahua de los 70 y El Heraldo terminó convirtiéndose en “el periódico” de la capital, antes que de otras ciudades importantes de la entidad, como Juárez, donde otra ha sido la historia, pues ahí sufrió su primer fracaso la prensa encadenada. Y es a ese rotativo de la OEM al que llega Javier Contreras durante los primeros frentazos de la alternancia chihuahuense en 1994, encabezada por Francisco Barrio.

Volvamos al papel que pudo ser confeti: para la UACh, para su rector, Luis Alberto Fierro Ramírez, Javier Contreras es “un hombre que ha creado una escuela” (¿y Kapuscinsky?); y sin quedarse atrás –pues cómo–, la Arquidiócesis de Constancio Miranda Weckman, siempre lejano del “pueblo astroso”: “escribir es un don que Dios da a sus elegidos, y usted es uno de ellos”. Para Javier Corral, que se asume como el primer periodista gobernador, olvidando a don Silvestre Terrazas, pero sobre todo sus simpatías por la comunicación democrática, ya dejó en su testamento esta frase: “Que su trabajo quede como legado para las futuras generaciones”, lo que significa hacer polvo los principios de AMEDI, la asociación libertaria que un día fundó al lado de otros. Y la señorita panista María Eugenia Campos Galván pretendió poner el toque aterciopelado –kitsch le llaman algunos– en las referidas páginas e hizo del hoy director en retiro “el ícono del periodismo”. No quedaron distantes en elogios el grupo parlamentario del PAN, los agradecidos de ProVida y Vifac, los alcaldes Cabada y Lozoya, y el traidor duartista Cruz Pérez Cuéllar.

Nadie puede inspirar lo que tu inspiras, pudo haber dicho el flaco de oro Agustín Lara. Pero, ¿será Contreras o la prensa que se añora y desea? Ambos. Pero más el amor a un periodismo convertido en industria, ganancia tangible en metálico y en poder. Y cómo no, pues con medios así todos los poderes establecidos, tomando algunas ideas en préstamo, sólo escucharán su propia voz, saben que no se oirá, más que lo que el poder diga, dejándose llevar por el engaño de que se está escuchando la voz del pueblo, exigiendo de paso, también, que el pueblo se deje engañar por el fraude. Por eso veinticuatro páginas, por eso tantas felicitaciones, por eso tantos desplegados elogiosos. A esa divisa, en los hechos, se han sumado el rector, el arzobispo católico, el diputado, el alcalde, el gobernador; defienden con todo el arco de bóveda que les permite mantenerse arriba de la edificación y reproducirse.

De ahí que no me extraña que en una sociedad con estos medios lo que más se consulta por la clase gobernante y los dignatarios de todos los poderes sea la columna política (dulce, ráfaga, o látigo): “La censura –dijo el clásico– como crítica monopolizada por el gobierno”, ni siquiera por el periodista. Columna que eleva al trono o defenestra, y ¡claro!, el escritor de esta especie algo tiene qué ganar, a la vista o en la opacidad, que los modos abundan.

Por eso veinticuatro páginas, por eso tantas felicitaciones, por eso los abajofirmantes emitieron sus elogios, su roña, anunciando que nuevas escuelas han surgido y que su maestro es mucho más que un ícono, es un seleccionado de Dios, omnisapiente. Todos los poderes –contestes– gritaron: “¡Uno para todos, y todos para uno!”. Pero, cuidado, ya no se trata de simples espadachines –como Athos, Porthos y Aramis– son la gran parte de un grupo poderoso que amenaza convertido en un solo puño: capital, poder, aparatos educativos, tiaras, sotanas, agua bendita, revuelta con olor penetrante a incienso. ¡Laudamus Te! ¡Benedicimos Te!, diría un lefebvrista.

En esa atmósfera conservadora, El Heraldo de Contreras, o el Contreras de ese Heraldo, se alinea con los intereses de una derecha representada por el partido en el poder, el que sea, siempre con los grupos confesionales ubicados en el poder político y económico, y en una iglesia católica empedernidamente claudicante. 

Javier Contreras es un personaje, raro si nos atenemos a la especie sancionada en el argot que sentencia la inexistencia de periodistas ricos, porque no se trata de una profesión para acumular grandes bienes materiales. En los medios, como se sabe, hay dueños ricos y periodistas pobres. Pero Contreras rompió esa excepción. 

Por eso tomé las palabras de Villoro: “El pasado fluía hacia adelante –y matizo– lo malo es que la vida fluía hacía atrás”.

¿Es que tenemos la prensa que nos merecemos? De lo más recóndito de los poderes nos gritan que sí, principalmente por conveniencia, burdo utilitarismo; y más de veinticuatro planas, si fueran mármol y bronce, lo constatarían.

La “gente de bien», los “bienacidos”, las llamadas “fuerzas vivas”, felicitaron y honraron a un hombre y a un periódico, como se venera y honra a un árbol totémico; pero se olvidaron  de que estos árboles, de rara y majestuosidad artificial y frondosos, secan el terreno a su alrededor. 

Sin luz no hay vida.

01 de abril de 2019