El tono es dogmático, quizás porque quienes produjeron la respuesta a la denuncia del consejero de la Judicatura, Joaquín Sotelo Mesta, sean Pablo Héctor González Villalobos –escolástico– y Luz Estela Castro Rodríguez –teóloga–, porque el lenguaje más parece dictado por un Santo Oficio que por una respuesta anclada en el derecho y con lenguaje propio de quienes se dedican a hacer justicia, aunque esto sea un eufemismo, tratándose del caso que me ocupa. 

A la acusación por corrupción planteada en instancia pertinente, se contestó de la siguiente manera: “en el Poder Judicial se vivió un proceso histórico, que se desarrolló en absoluto apego a los principios de independencia, imparcialidad, eficiencia, eficacia, legalidad, excelencia, profesionalismo, honestidad, diligencia, celeridad, honradez, veracidad, objetividad, competencia, honorabilidad, lealtad, probidad, rectitud, transparencia y máxima publicidad que rigen la función judicial”. En otras palabras, se concretaron las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad que mecen los cerebros de González y Castro. Al parecer, cuando se confeccionó el boletín de prensa, agotaron el diccionario de sinónimos. Nunca pensaron, ni por asomo, en decir: “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa”.

Sin que lo anterior deje de ser serio, simplemente muestra la miseria de instituciones en las que vive Chihuahua. Cabe preguntarse si la creación del Consejo de la Judicatura era necesaria. Si observamos su circunstancia genética, en sus inicios obedeció a una maniobra del duartismo, ya casimuerto. Corral, en cambio, lo estableció para convertirlo en un instrumento, como se acostumbra decir ahora, “carnal”, dando muestras de sus desafectos con la división de poderes y las autonomías. De las oficinas del Ejecutivo, aparte de los fracasos, han salido las designaciones de la cúpula del Poder Judicial, empezando por su viajero presidente y continuando con el cacicazgo, que ya sofoca a muchos, de Luz Estela “Lucha” Castro.

En el fondo se trata de una pelea por apoderarse de los nombramientos de jueces y magistrados, para no hablar de los funcionarios que pueblan con gigantismo un Poder Judicial que se había caracterizado, hasta en tiempos del autoritarismo, por su austeridad, modestia, profesionalismo y afán de servicio a la sociedad chihuahuense.

Teóricamente los consejos de las judicaturas se han propuesto para descargar de las labores administrativas a los juzgadores, para privilegiar que estos se aboquen a la función jurisdiccional, vale decir dictar sentencias que resuelvan conflictos al seno de la sociedad. Que nada los distraiga y mucho menos las riñas frecuentes por los empleos y la distribución de los presupuestos. Pero esa es la grisura propia de la teoría. La realidad camina por otro rumbo, y lo que se pensó separado se amafia para producir resultados facciosos. Así ha sido en la Judicatura federal, que llegó en los tiempos de Zedillo y Fox, y así ha sido en la local durante los escasos años que tiene. Pongo un ejemplo: “Lucha” Castro se enfrentó por primera ocasión con su colega Sotelo por la dirección del Instituto de Formación y Actualización Judicial. La batalla inicial la ganó el consejero al imponer a Jesús Francisco Castro Oliva. Pero la vicaria de Corral terminó ocupando la plaza admitiendo una denuncia de una empleada allegada suya por hostigamiento en contra del recomendado de Sotelo. Oliva finalmente se tuvo que marchar y esa fue su sanción. Ahora Sotelo está en idéntica acusación, conocida justo el día misma en que destapó el escándalo que ahora todos conocemos. 

Las pugnas han sido permanentes y no ha habido, en el ámbito del estado al que me refiero, una producción institucional que corone un nuevo sistema, como el prometido, retóricamente, por Corral Jurado bajo el eslogan de un “nuevo amanecer”. La terca realidad nos habla de mezquindad y de la afición por la empleomanía de la gente por él recomendada, en atropello de una división genuina del poder. De tal manera que es válido concluir que se estaba mejor sin el Consejo; más, porque también vino a ser el parapeto del presidente González Villalobos para dedicarse a todo, menos a sus obligaciones de derecho público. No hablo de memoria: hoy busca ser el presidente de una especie de confederación de tribunales, que ni tiene soporte constitucional y que además no le sirve para nada ni a Chihuahua ni a nadie. Es simplemente un oneroso grupúsculo de búsqueda de cargos y honores comprados. 

El Consejo de la Judicatura se le vendió a los chihuahuenses como una institución de valía. Fue un buen terminajo para el discurso del poder. En algunos ámbitos se le tuvo en estima porque se suponía que con su instauración se acabaría con los intereses individuales que siempre son de corto alcance. La institución, en cambio, hablaría de una perspectiva en el tiempo. Quizá se pensó, como ha dicho un clásico en la materia, que “la capacidad para crear instituciones políticas equivale a la necesaria para crear intereses públicos”. Y nada hay más alto en el interés público que un aparato abocado a la impartición de auténtica justicia, soporte de los valores que dan consistencia al tan traído y llevado Estado de derecho. 

No es mi deseo conjeturar si en esta pugna se pretenda cerrar filas con Sotelo en su calidad de compañero de partido, para defenestrar a Castro Rodríguez. Más interesante es visualizar que ni Corral, ni González, ni Castro –aprendices de brujo que todo lo descomponen y nada entregan a cambio– se hacen cargo de que los funcionarios, que sólo buscan obtener y acumular poderes en breve plazo, a la larga –y en este caso, a la corta– debilitan la vida institucional. En el caso del Ejecutivo, su comportamiento ha corrido en paralelo con idéntico propósito en otros espacios del poder público, como el intervencionismo grotesco que ha habido en el Congreso del Estado, el ICHITAIP, en los municipios y hasta en su propio partido, lo que queda del PAN. Desatinos producto de la abulia del gobernador, pero sobre todo por lo pretencioso de su comportamiento que a cada paso nos dice “Chihuahua no me merece”, abriéndose espacios artificiales en la capital de la república, donde se codea con intelectuales. Y no tanto.

Volviendo al tema, es indispensable subrayar que Chihuahua ya quiere ver la suya. Ya basta de gobiernos autoritarios, mediocres y frívolos. Unos pecan por exceso y otros por omisión y debilidad, pero quien paga los platos rotos es la gente de aquí, la que carece de seguridad, medicinas e insumos en los hospitales, cuotas altas en las escuelas, claudicación con el pago de pautas publicitarias discriminatorias, para no hablar de las fallas persistentes y agudizadas en la movilidad urbana que tanto afecta la vida cotidiana de miles de hombres y mujeres. Súmele usted a esto la rijosidad artificial con el gobierno federal y con algunos municipios, y ya tiene el culebrón completo. 

Al gobierno actual se le ha ido la mitad del tiempo con absoluta carencia de miras. Lo que vale de la lucha  anticorrupción también está teñido de fracaso por tres datos innegables: la impunidad de Duarte, la protección a Herrera Corral, y la facciosidad con que se ha despreciado la lucha antitiranía y anticorrupción de Unión Ciudadana. Hasta ahora ni Corral ni Peniche se han dignado recibir en audiencia a esta agrupación, que en su momento dio una lucha ejemplar, que Corral y los suyos sólo la utilizaron como escalera al poder y a la nómina. 

Javier Corral, qué duda cabe, alienta el deseo de mayor poder en el futuro. Ve hacia 2024 y en ese marco es previsible que se quiera ver como parlamentario, nuevamente, en la Cámara de Diputados. Carecer de posición nunca ha sido su plataforma y la necesita en su pretensión de acaudillar el antilopezobradorismo, para lo cual hoy tiene la ventaja de ser el candil de la calle y la oscuridad de la casa.

Empero, esta crisis de Estado que vive Chihuahua hoy, que afecta el corazón mismo de uno de sus poderes esenciales como el Judicial, lanza el reto de que esta administración termine cuanto antes y anticipadamente. Si Corral quiere más poder, que lo busque con sus propios medios.