Algunos de mis lectores reclamaron mi entrega del domingo pasado, titulado “Las guerras de Corral”. Partieron de una coincidencia con su contenido: cuestionaron la ausencia de otras de las batallas perdidas y, centralmente, la que tiene que ver con el Poder Judicial del Estado. Quepa en mi descargo que fue un olvido deliberado, por razón que señalaré en el último párrafo de este texto. 

Va de historia. En el estado de Chihuahua y de varios lustros atrás, hay una exigencia permanente, aunque es frecuente que se enfoque de diversas maneras y a partir de hechos específicos: la necesidad de instaurar el Estado de derecho que tiene, por un imperativo lógico y político, su cimiento en un Poder Judicial independiente, altamente calificado, profesional y comprometido en serio con el Derecho, con mayúscula. Esta demanda creció exponencialmente durante el sexenio de la tiranía duartista cuando se convirtió el poder de marras en una especie de intendencia de segunda mano, circunstancia que enfatizó la carencia de una fuerte institución garante de un Estado apegado a sus leyes, empezando por la Constitución y derivando hacia la abigarrada legislación que se ha construido sobre la misma.

Duarte, prácticamente a unos cuantos días de haber asumido el cargo, tropezó, y fuerte, con el crimen de Marisela Escobedo. Lejos de empeñarse en restañar las injusticias, aprovechó la oportunidad para levantarse como señor de horca y cuchillo, destituyendo a funcionarios judiciales, a los que desde luego se les pudo investigar y fincarles responsabilidades; pero nada más ajeno a su visión y compromiso: él llegó para demostrar que “el poder es para poder” no para andar con pamplinas, como lo es el Estado de derecho, que jamás estudió, porque su título de licenciado no vale más que el pergamino en el que está estampado. 

Fue la primera llamada, pero vinieron muchísimas más. Nunca se había postrado más la presidencia del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) que en la etapa de Javier Ramírez Benítez, que se mantuvo como peón en el tablero duartista, acompañándolo hasta en las tareas más ruines del PRI en sus seccionales. Luego vino la efímera estancia del polémico José Alberto Vázquez Quintero, famoso por condenar a 50 años de prisión a Víctor Javier García Uribe “El Cerillo” y a Gustavo González Meza, “La Foca”, por violación, asociación delictuosa y homicidio contra ocho mujeres encontradas en los llamados Campos Algodoneros. Lo sucedió el parralense José Miguel Salcido Romero, al que se le construyó un andamiaje a modo –como en su tiempo a Rodolfo Acosta Muñoz– y moverlo a placer de la presidencia del TSJ a una secretaría de gobierno, de donde quiso regresarse inútilmente. Terminó entre bofetadas, obligado retiro, buena pensión y el ostracismo político. Hoy se le ve como fantasma por la calle Victoria de la ciudad de Chihuahua.

Pero la historia no había terminado. Se inició la era de la abyección de Gabriel Humberto Sepúlveda Reyes. Su viaje burocrático no puede ser más grotesco: después de diputado local, él aspiraba, aparte de los negocios con el tirano, a la alcaldía de Parral, que fue concedida al traidor Miguel Jurado Contreras, consolándolo con la secretaría del TSJ, de donde brinca a la magistratura, y de ahí a la presidencia. Mucho se puede escribir sobre esto. Obra en mi poder voluminoso expediente al respecto. 

En ese momento el colapso del duartismo cimbraba al estado y, como un cruzado, ya candidato, Javier Corral Jurado ofreció, como compromiso fundamental para una era de Estado de derecho, limpiar el Poder Judicial y reconvertirlo en una palanca democrática de la sociedad. No olvidemos, quepa como obligado paréntesis, que para entender el estado de salud de una sociedad es necesario voltear a ver primero al Poder Judicial. La promesa corralista, es fácil entenderlo, cayó electoralmente en tierra fértil; implicaba una batalla de fondo, pero esa batalla se abandonó, luego de aparentar emprenderla; se traicionó después, y finalmente se perdió. Los damnificados son los chihuahuenses.

Javier Corral tuvo en sus manos, con antelación más que suficiente, todo un proyecto para lograr el rescate del Poder Judicial. Un equipo notable de abogados lo presentó, cuidadosamente fundamentado, estratégicamente estructurado y con la recomendación de los movimientos tácticos que habrían de realizarse para lograr la meta. Sin embargo poco se hizo. Entre frivolidades y cambios institucionales que no llegaron a ninguna parte, ese proyecto naufragó. De las primeras habría que señalar el cabildeo legítimo que se debió hacer ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación,

 y que se negligió; de las segundas habla claro y contundente la creación de un Consejo de la Judicatura “carnal”, al que se adosó el caciquismo del que hace gala la señora Luz Estela Castro Rodríguez, cuya biografía en Wikipedia lo dice claramente: “El 26 de mayo de 2017, Lucha Castro fue designada por el gobernador de Chihuahua, Javier Corral Jurado, como Consejera del Consejo de la Judicatura del Estado”.

Hoy es evidente que la batalla se perdió. Y no es una derrota personal, sino un agravio profundo a todos la ciudadanía. La ausencia misma del jurista Julio César Jiménez Castro habla de esta tragedia: llegó con el impulso que dio el bono democrático de julio de 2016, pero trabado desde el poder para su capacidad de maniobra que implicaba mover los propósitos apuntados en la escena pública, y desde luego sin abandonar principios rectores de la división de poderes y la independencia. Con su prestigio bien ganado como juzgador, Jiménez reivindicó la titularidad del cargo, la dignidad del mismo, pero desde Palacio, como dicen los farsantes, dos funcionarias se interponían, escoltadas por la cercanía del “señor gobernador”. Y así, cuándo.

Llegó la oportunidad que siempre utilizan los que viven de la intriga y de los juegos de máscaras. Pablo Héctor González Villalobos se hizo finalmente de la presidencia del Tribunal, que fue construyendo pacientemente. No olvidamos la escena muy recurrente durante las tardes del duartismo, cuando presuroso cruzaba la Plaza Hidalgo para ir a aconsejar al tirano, haciendo ostensible una dualidad de cortesano y magistrado, inadmisible desde el ángulo que se le quiera ver. 

Con González Villalobos –sospechosamente electo “por unanimidad”– se ingresó a una etapa de carencia de autonomía. La violación a la división de poderes volvió a su punto original. Los compromisos de Corral de respetar la Constitución se convirtieron en papel mojado. Como en otros tiempos, hay jueces de consigna, tráfico de influencias, empleomanía, enorme rezago y abandono de funciones. Pablo, no hablo del de Tarso, viaja, viaja, viaja. 

Con esta premisa suenan a hipocresía y demagogia las palabras de Corral dichas recientemente en Arizona, acreditando que es candil de la calle y oscuridad de su casa: fue a presumir a ese desierto trumpiano una reivindicación de la política, la que no ejerce él, precisamente. Ahora Corral ya tiene su camiseta de los Diamondbacks. Pero no más.

En efecto, en mi texto del domingo pasado la causa quizá es más grave, pero subsanable, y viene en mi auxilio una convicción que tengo al respecto y que aprendí del filósofo Clément Rosset: “Ciertos escritos son escandalosos por sus silencios más que por sus palabras: la máxima injuria es la de ignorar. El silencio es más insultante que la palabra, ya que ni siquiera toma en consideración la existencia de lo que niega implícitamente”. Va en pago al reclamo.