Días antes de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador, medios nacionales reportaron el arribo de cientos de militares al estado de Sinaloa para “reforzar la seguridad” en aquella entidad. A pesar del vacío de poder peñanietista, podría decirse, técnicamente, que fue una orden del ahora expresidente priísta. 

Y un día después de la toma de posesión de su sucesor, 150 elementos de la Policía Militar arribaron a tres municipios del mal llamado noroeste chihuahuense, pero principalmente a Cuauhtémoc, enclave de conflictos ya no sólo entre grupos del crimen organizado, sino también de los gobiernos municipal y estatal que se han negado como fórmula de simulación a decirle a la población qué se traen en realidad.

Con estos dos antecedentes es claro que la militarización en Chihuahua y el país va que va. El pueblo, al que reiteradamente López Obrador ha prometido escuchar, no ha tenido voz en este tema. Ni de organismos no gubernamentales ni internacionales. Porque, como se ha dicho desde que ordenó retornar a los militares a las calles, tal como lo hizo el panismo de AMLO tan odiado, la militarización es la militarización, atendiendo a lo que Paco Ignacio Taibo II dijo en la FIL de Guadalajara: decir las cosas por su nombre. O como condensó alguien en las redes sociales: si huele a pollo y sabe a pollo, es pollo.

Chihuahua no es el único estado, pero es lo más cercano que tenemos, en donde ya conocemos harto los saldos de la presencia militar en las calles. Si en las ciudades salen a relucir las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, no ignore lo que pasa en la sierra, donde muy eventualmente se conocen casos de abuso militar-policial gracias a la prensa. Allá la gente vive en permanente sosiego, entre el fuego cruzado.

Si AMLO insiste. Las y los ciudadanos podríamos terquearle: no a la militarización del país.