Sin duda el tema de la corrupción política continúa ocupando un espacio central en la política del país, más porque no hallan qué hacer con ella que por su atención pertinente y precisa, echando mano de las herramientas del derecho y de la ya vasta experiencia internacional en esta materia. Si alguien cree que está inventando esta agenda anda descarriado, llegó tarde o habló tanto que ya no puede darle congruencia a los compromisos públicos con la satisfacción en el aquí y ahora, que sólo puede entenderse con una progresiva cancelación de la impunidad que empieza por el castigo de los responsables y la devolución del patrimonio saqueado a los mexicanos.

Desde el balcón chihuahuense la palabra “Duarte”, o la palabra “Jaime Herrera”, son los términos que emblematizan, a nivel de sinónimo, la corrupción. En las goteras del inicio de un nuevo gobierno federal –que al parecer no de un régimen democrático– y en el ocaso del gobierno corralista en esta materia, resulta aleccionador examinar este tema que va, a mi juicio, del museo a la compasión inadmisible.

Empiezo por esto último. Recientemente Corral ha convertido a César Duarte y su pandilla en tópico de galería, derrochando recursos en un estado cuyas finanzas están en crisis. Cabe iniciar por las definiciones: el Ejecutivo estatal –de alguna manera hay que llamarlo–, precisando el concepto museográfico, quizá ya tenga en Duarte una especie de curiosidad que pueda llamar la atención, incluso de promoción turística, con lo que pretendería sustituir la eficacia de la justicia con la simple espectacularidad que más que todo lo coloca a él –esa es su pretensión– en la Ciudad de México, en un intento de protagonismo vergonzoso.

En esto hay talantes. Cuando el 23 de septiembre del año 2014 se presentó la histórica denuncia contra César Duarte, Jaime Herrera Corral y Carlos Hermosillo Arteaga, la acusación penal fue escoltada con un epígrafe, dando cuenta de un pensamiento esencial del gran jurista italiano Luigi Ferrajoli. Conviene reproducir la cita:

“…nuestro Estado es en realidad un doble Estado, detrás de cuya fachada legal y representativa había crecido un infra-Estado clandestino, dotado de sus propios códigos y tributos, organizado en centros de poder ocultos, destinado a la apropiación privada de la cosa pública y recorrido secretamente de recurrentes tentaciones subversivas. Así, pues, un doble Estado oculto y paralelo que contradecía todos los principios de la democracia política y del Estado de Derecho, desde el principio de legalidad al de publicidad, visibilidad, controlabilidad y responsabilidad de los poderes públicos”.

Lo que luego fue Unión Ciudadana encontró en Ferrajoli un árbol tutelar para dar aliento intelectual, filosófico, político, a una lucha que sabíamos iba a fructificar, porque hay que decirlo, hay hechos tangibles de triunfos inocultables.

A la hora del museo corralista poco importan estas cosas; ahora lo que vemos, al igual que a Duarte en su momento, es al vanidoso, protagónico que se autocita, pues quien entre a ese museo lo primero que verá es una frase que el mismo Corral publicita como filosofía, cuando en realidad es una bagatela verbal, por otra parte incumplida y cuestionable. Hablo de talante sólo para subrayar que uno de los grandes defectos que pierden a nuestros gobernantes es que se quieren demasiado a sí mismos, al grado del autismo político.

Por esa senda ni cosquillas se le hacen a Duarte. En cambio, en lo que pudiera ser parte de la historia universal de la infamia, tomando en préstamo palabras borgianas, es la buena vida que hoy se da Jaime Herrera Corral, el testigo protegido del corralismo que sintetiza la vergüenza de su impunidad, al lado de los presidiarios subalternos que padecen los estragos de la Operación Justicia para Chihuahua, no obstante haber ocupado un lugar secundario en donde se cocinaban y decidían todas y cada una de las recetas de la corrupción duartista, que luego se servían en el banquete de las cuentas del cacique y tirano fugitivo, que dicho sea de paso se puede estar burlando de su expulsión del PRI, porque ya pertenecer a él sólo es un debe y jamás un haber.

Hasta aquí hemos llegado: Duarte en el museo. Quizá cuando se instale ya en cera la estatuilla de Corral también forme parte del mismo, en la calidad que justo le corresponde.

Pero si Corral le ha creado un nicho cultural al corrupto, la llamada “cuarta transformación” lo quiere dejar impune. No hay argumento alguno en el que se sostenga la reciente visión de Andrés Manuel López Obrador para adelantarnos que no perseguirá actos de corrupción previos a su gobierno, que arrancará –en realidad ya arrancó– el primero de diciembre. No desconozco que el lenguaje empleado es ambiguo, jabonoso, del “sí pero no”, inadmisible en razón de los compromisos contraídos con la sociedad. No olvidemos que de los 30 millones de votos, que de ninguna manera son un cheque en blanco, buena parte fueron inspirados por el hartazgo con la corrupción política consustancial al neoliberalismo y que se acentuó durante el sexenio de Peña Nieto. Más allá de esto, en realidad la sociedad mexicana espera una respuesta, con políticas y justicia anticorrupción que no admiten ni el perdón ni el olvido.

Andrés Manuel López Obrador ya debe sustituir su canción mediante la cual nos habla de sus convicciones. Interesan, ciertamente, y es válido, aunque dudoso, que su fuerte no sea la venganza. Incluso que crea en esa virtud bajo sospecha que es la compasión, tema estupendamente tratado por el filósofo español Aurelio Arteta Aísa. Pero lo que importa es el Estado de derecho, que haya una constitución, leyes, responsabilidades, transparencia y la obligación de rendir cuentas.

En un país presidencialista –y AMLO lo es a ultranza– su mensaje se puede tomar incluso como una orden para obstruir la administración de la justicia en los expedientes ya abiertos y en los que pronto se abrirán, pues es de ingenuos pensar que por ensalmo las líneas de la Cartilla Moral cambien a los mexicanos alquímicamente de la noche a la mañana. Es absolutamente criticable el permiso que va implícito en el discurso lopezobradorista para vadear el combate a la corrupción, no del pasado, sino del presente. En otras palabras, los Duarte no son piezas de museo.

Es clásica, aunque no única, la visión de Max Weber sobre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Los gobernantes, en una sociedad democrática –habría que preguntarse qué entiende por esto el futuro presidente–, es obvio que tienen sus propias convicciones, que es correcto que las hagan públicas de manera sincera, pero más importante es que asuman la responsabilidad que tienen y que devienen del presupuesto de lo público, del ejercicio de sus facultades expresas y limitadas.

En la democracia no se eligen santos, se eligen representantes, y cuando estos son proclives, como el caso que me ocupa, al liderazgo carismático, suelen desabarrancarse por la pretensión de imponer sus visiones personalísimas e íntimas, a contrapelo de las cuales los ciudadanos tienen la ley en la mano para exigir su cumplimiento, y las instituciones, sobre todo cuando son fuertes, para que produzcan las mejores decisiones y resultados. Legitimidad política es diferente a la canonización.

Por último quiero subrayar un dato que para los chihuahuenses dejará una lección imperecedera en la lucha contra una tiranía: quien sea el próximo titular del gobierno de López Obrador en el Ministerio Público Federal, tendrá en su escritorio una solicitud interna a la institución: archivar la denuncia original, decretando el no ejercicio de la acción penal, o consignar a César Duarte ante un tribunal. Eso marcará a AMLO, principalmente en el imaginario chihuahuense, después en el nacional. ¿Será por eso que ya Corral instaló su museo?

En las sociedades democráticas en las que prevalece el derecho público, hechos de este calado no pueden deambular entre los polos propuestos: del museo al perdón; o del perdón al museo. Sino la cárcel.