Escolto esta entrega con sendos postulados reconocidos, unánimemente, por los demócratas auténticos: no a la sociedad estamental, uno; sí a los votos que se cuentan y no a los que se pesan, dos. Claro está que esto, en cualquier sociedad y aún en los Estados con democracias consolidadas, no existe químicamente con pureza, son fenómenos sociales, no procesos en la campana de un laboratorio. 

Hay corporaciones que aplastan a los ciudadanos individuales, negando ese gran paso que dio la sociedad cuando pasó del simple status elemental y tradicional –así naciste, así morirás– al contractus, es decir, a la construcción de consensos estructurales en la que todos cuentan por igual. 

En la realidad mexicana padecemos estamentos de diversa índole: va desde cualquier ciudadano que construye su feudo en el movimiento urbano y en dos o tres colonias populares, hasta los grupos empresariales que se quieren mover como si fueran un cuerpo único y además privilegiado, por autoestimarse como los únicos que deciden el futuro del país, porque se ostentan como dueños del mismo. Pasando, desde luego, por ese gran conjunto de cárceles sociales que son las agrupaciones sindicales que se construyeron como aparato propartidario a partir de los años treinta del siglo pasado y que marcan línea a sus agremiados para que actúen en tal o cual sentido: los famosos sectores del PRI. 

Ahora se ha abierto en el país una polémica sobre la participación activa, directa, compulsiva de los grandes empresarios en torno a la elección de presidente de la república. Con diversos tonos, el común denominador es que quieren evitar lo que ya aparece como inevitable: la llegada del tabasqueño Andrés Manuel López Obrador. 

Ya no están en la comodidad del pasado, cuando depositaban unos fajos de dinero en un partido, otros en uno distinto y esperar, en una especie de gatopardismo: que nada cambie para que todo siga igual, ya que lo fundamental es la protección del propio negocio, por una parte; y de otra, esencial, el modelo que permite la reproducción del sistema imperante, que ya no se sostiene. 

Si tomamos como termómetro las palabras de magnates del corte de Germán Larrea, Alberto Bailléres o Eloy Vallina, tendríamos que reconocer que el quiebre del régimen actual es inminente, que está por llegar, a grado tal que estos personajes del capital se están arremangando la camisa y aflojando la corbata para salir al conflicto político. Desean frenar lo que ya parece irrefrenable. Asumen que el ciclo dorado en el que el paradigma empresarial era todo y la acumulación astronómica de capital infinita, porque al final se había impuesto la mano invisible del mercado, de un mercado destructor de lo estatal, o reductor del mismo a lo mínimo, en el que el ciudadano tiene voto, pero es decorativo, porque es imposible hablar de democracia sin ciudadanos. A estos empresarios les gusta la fachada, la escenografía a modo. En el fondo hay una idea de que la democracia es el mejor de los sistemas políticos, siempre y cuando ganen los que ofrecen la conveniencia mayor. 

Empecemos por reconocer dos o tres temas que no tienen porqué causar incomodidad alguna: esos empresarios, emblematizados en el trío que señalo, tienen derechos: pueden opinar abiertamente, polemizar, hacer llamamientos, afiliarse a partidos, votar y exigir que su voto se respete. A lo que no tienen derecho es a ese espíritu estamental en el que pretenden colocarse para convertirse en factores y, de esa manera, exigir que sus votos y preferencias se pesen y, por tanto, sean la base de las decisiones. Se trata de un credo profundamente antidemocrático. 

Se deben dar cuenta, y más vale que lo hagan pronto, que al igual que un condenado de la tierra que vive en las barrancas de la Tarahumara, un obrero, un académico, un campesino, una ama de casa, sólo tienen un voto y que el mismo no se va a subir a una balanza para que se dictamine su peso económico. 

No estamos, señores, ante un sistema basado en el censo: tantas tierras, tantas fábricas o tanto dinero tienes para reservarte un voto mayor. La sociedad de estamentos y corporaciones quedó atrás y se atomizó en ciudadanos, y esos ciudadanos están en un padrón electoral y de entre ellos, los que vayan a votar, se hará el conteo y la sumatoria de los votos para decidir y decir quién ganó y respetar el resultado. No hay de otra.

Nuestra historia nacional ha tenido muy breves espacios de ejercicio democrático, baste referir los diez años de la república restaurada del siglo XIX. A esos espacios siempre ha sobrevenido un ejercicio del poder autoritario, centralizador y el establecimiento de regímenes económicos de privilegios y excluyentes. 

El porfiriato es paradigmático al respecto, en él se larvó un sistema atroz, sustentado en la preponderancia de unas cuantas familias que se negaron a una transformación económica y democrática que habría evitado la Revolución. Pero se aferraron, como ahora se aferra el trío al que aludo. Hay que tener clara la divisa de que las revoluciones no se hacen con más gusto que la guerra, pero se hacen; de tal manera que los que se han beneficiado del México de los últimos cuarenta años, sin descartar la corrupción superlativa, deben dejar de estar presionando y pretendiendo dar el último apretón de tuerca, porque entonces sí estaríamos en presencia de una decisión irrefrenable de destruir el molde de lo que hay, para hacer otro y en él vaciar el bronce nuevo de otra transformación histórica. 

Quiero decir que estoy en contra de la violencia y el derramamiento de sangre, pero a la vez, exigiendo que se respete escrupulosamente el resultado electoral, el veredicto de las urnas, el que sea. 

Eso nos permitirá exigir el futuro respeto a la Constitución, la reconstrucción del Estado de derecho y saldar cuentas con un pasado que mantiene a la república postrada en medio de lacras innumerables. 

Si los empresarios –no todos, en honor a la verdad– quieren que sus votos se pesen, andan errados, perplejos, perdidos. Que ejerciten sus derechos, que dejen de hacerlo estamentalmente, que al emitir sus opiniones se transparente el cúmulo de los intereses que cobijan. Insisto: antes los empresarios no abandonaban sus poltronas, colocaban dinero aquí y dinero allá y esperaban el resultado, sabiendo que nada les pasaría a sus intereses. Hoy que salen abiertamente, que conocemos sus caras, que los vemos sudar, arredrados ante el temor de transformaciones que no les gustan, tenemos un elemento de primera magnitud para comprender la hondura de la crisis que vive el país. 

Lo propio de los empresarios es acumular riqueza, ahora escondiéndose en una filantropía barata. Trenzar alianzas que transcienden al interés de la mayoría de los mexicanos. Tienen una visión gerencial de la política: los gobernantes son los obedientes ejecutores de sus designios; quiero decir, no les interesa directamente ejercer el poder, por eso Carlos Slim no se lanzó de presidente de la república, pero, claro está, que quieren ese poder a su servicio, como quieren al mejor gerente al frente de sus empresas y como democracia una fachada. 

Estamos lejos de ser una democracia consolidada, sigue habiendo estamentos y aparatos corporativos que se sobreponen e imponen al poder de los ciudadanos, tienen todo de su parte, logran ventajas, pero ahora sin renunciar a ese mecanismo y los votos que pueden obtener, es una historia que parece cancelada; ese es el drama que viven los empresarios, la pesadilla que no los deja dormir, la desgracia que se cierne sobre sus negocios, muchos malhabidos y esperamos respondan a una nueva fiscalidad que el país necesita, como la vida de la sangre o la savia. 

Golpeándose la cabeza, no alcanzan a entender que sólo tienen un voto, y que si anteriormente aparte de sufragarlo los pesaban antes, durante y después de las elecciones, ahora sólo tienen uno y, paradoja de paradojas, ya saben para quién no. Por eso tiemblan. 

Entretanto, el magnate y político Alfonso Romo les envía un mensaje: ya ganamos, súmense. ¿Entonces, qué pasa?