Hablando de agravios, hoy temprano restañé uno. Como caminante de la ciudad de Chihuahua, un punto obligado fue para mí durante muchos años visitar el Palacio de Gobierno sin mayor propósito que reconocer su arquitectura, encontrar periodistas, amigos, asistir a algún evento cultural, enterarme de cosas de la vida cotidiana y, excepcionalmente, visitar a algún funcionario y realizar algún trámite.

En los lejanos tiempos del gobernandor Práxedes Giner Durán, un sobrino de su tesorero (me refiero a Agustín Andreu Caballero) fue beneficiado con una beca para que hiciera sus estudios de bachillerato y en reciprocidad debía prestar el servicio de “velador” del palacio, de sábado a domingo. El encargo era para que lo desempeñara sin dormirse y en solitario. La primera medio la cumplió, la segunda definitivamente le fue imposible y buscó mi compañía y lade otros amigos, siendo así que conocí el palacio a detalle, porque lo mismo podíamos cenar en el escritorio del gobernador que entrar a los ficheros de los causantes en la Recaudación de Rentas que estaba en la planta baja, y hasta hurgar en los archivos políticos de la entonces Procuraduría General de Justicia, donde reconocí datos, fotografías, registros de hechos de los principales opositores al gobierno, entre ellos Arturo Gámiz García, Pablo Gómez Ramírez, Guillermo Gallardo Astorga, Antonio Becerra Gaytán, Isaías Orozco, Reynaldo Rosas Domínguez, y otros más que sería imposible recordar de manera completa. Realmente era delicioso esperar el fin de semana para entregarse a esa actividad.

Lamento ahora no tener por hábito usar una buena libreta que consignara datos, por eso tuve que confiarme plenamente a la memoria. Hubo ocasiones en que dormitamos –siempre separados, por supuesto– en los sillones de alguna de las oficinas más importantes, incluida en aquel entonces la del general divisionario. El frío era inclemente y apechugábamos las contingencias. Pero la diversión era mayor y nos despertábamos con bastante hambre a entregar la guardia e ir a desayunar en alguna fonda aledaña. El tiempo de la beca duró mientras el pariente tenía el cargo y, a la hora del relevo gubernamental, con la llegada de Óscar Flores Sánchez en octubre de 1968, las cosas ya no fueron las mismas. De aquellos años data que me convertí en un asiduo caminante en derredor de ese palacio y las más de las veces para reclamar una injusticia.

Por cierto, a partir de ese gobierno el modesto y artesanal trabajo de inteligencia política se delegó en la Dirección Federal de Seguridad y empezaron a llegar los funcionarios que no sabían nada de quienes llegaban a reclamar un abuso de autoridad, las más de las veces de carácter policiaco. Recordemos que todavía existía la famosa Policía Rural, que hacía y deshacía por todos los rumbos de Chihuahua.

En recuerdo de aquellos primeros años, insisto, era un caminante, de alguna manera flaner (del francés flâneur), del tipo de los que Baudelaire atrajo el interés de la poesía y la academia; para mi caso, ni una ni otra, pero caminante al fin. Así, llegó después Manuel Bernardo Aguirre; enseguida Óscar Ornelas, que fue defenestrado, para la mejor preservación del autoritarismo, por Saúl González Herrera, que le pavimentó la calle a Fernando Baeza, que luego le entregó el mando al primer panista, Francisco Barrio, quien le regresó el poder al PRI en la persona del inefable Patricio Martínez, que inauguró, cancelada la alternancia, 18 años de priísmo que llegó decadente hasta César Duarte, no sin antes del intermezzo de la mediocridad de José Reyes Baeza.

So pretexto del atentado a Patricio Martínez, la cerrazón se empezó a advertir por la instalación de arcos detectores de metales, sin descartar la consabida revisión corporal (el famoso basculeo). En realidad tengo dudas de que dichos arcos hubieran detectado la vieja pistola con la que le abollaron la cabeza al exgobernador, pues la misma, como dije en una crónica, pudo haber sido empleada para matar a Álvaro Obregón en La Bombilla.

Y se acabó la caminata. Terminó el paseo, el recrearse cotidianamente de la poca arquitectura que tiene Chihuahua, porque fue César Duarte el que ordenó, sin más ni más y por su meritito gusto, cerrar las puertas del Palacio de Gobierno durante seis años. Primero Martínez García intentó convertirlo en su propia pirámide faraónica, pero con todo y todo no lo enclaustró a cal y canto. En cambio Duarte, quizá como víctima de una reminiscencia feudal, lo convirtió en su impenetrable castillo y sólo le faltó adosarle unas fosas con agua y cocodrilos, instalando una puerta levadiza. Los magos, los bufones, los mercaderes y los aduladores ya estaban adentro. No olvidaremos que Marisela Escobedo no encontró refugio ante el ataque de su homicida ejecutor. Y es que, en términos mucho más amplios, las instituciones estaban cerradas a piedra y lodo a las reclamantes del feminicidio.

Fue así como mi vocación de caminante se canceló por seis años. Eso fue lo de menos. Lo de más es que fue una clausura política, fue la iniciación de una cerrazón a los ciudadanos, de un muro que hizo impenetrable la presencia del pueblo a las instituciones. El emblema del gobierno de espaldas a la sociedad, del regodeo entre los miserables, de los saraos exclusivistas; en fin, lo que podemos llamar la sociedad cerrada, que jamás debe regresar a Chihuahua.

Hoy por la mañana, y en recuerdo de mis viejos hábitos de peatón, fui a ese palacio. Crucé varias veces la puerta, recorrí su interior, me tomé unas fotografías, saludé a la guardia de mano; por la hora no encontré ningún amigo y me di cuenta, de bulto, de la cortedad mental de quien, presa de sus demonios, se encerró, se concibió a sí mismo como sagrado, pensó que su poder era tan poderoso que era eterno y ahora ya no estaba más, y hasta el viento parecía correr con la densidad propia de la libertad. Era el 4 de octubre de 2016.

Se abrieron las puertas. Ojalá nadie vuelva a cerrarlas.