Ayer la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió anular, por unanimidad, las “reformas anticorrupción” que ordenó y procesó en la legislatura local el cacique César Duarte. Una especie de sindicato de gobernadores, entre ellos el otro Duarte (el de Veracruz), intentó generar un entramado institucional para su propia defensa y en prevención de las leyes anticorrupción que se venían procesando en el ámbito federal. Se trata de un golpe más, y muy sólido, contra la tiranía local que ahora carecerá de las propias herramientas que se quiso dar para librar los cargos de corrupción en su contra.

Duarte es el sinónimo de la decadencia, del derrumbe, del desastre, a tal grado que ya una importante columna del periódico El Universal, Bajo Reserva, precisamente el día de ayer observó y hoy publica su tristeza y depresión que describió así:

“Compungido se vio ayer al gobernador de Chihuahua, César Duarte, en el Palacio de Bellas Artes mientras montaba una guardia junto a las cenizas del cantante Juan Gabriel. Un par de horas antes, a poco más de un kilómetro de distancia, en el edificio sede de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el alto tribunal le propinó un revés legal a don César al declarar inconstitucional la ley anticorrupción de su estado, con lo que no podrá tener el privilegio de nombrar al fiscal encargado de investigar los actos de corrupción que presumiblemente se habrían dado durante su gestión. ¿La cara de tristeza sería solo por la muerte del divo de Juárez?”.

Sin más palabras: se trata de un hombre llamado desastre, que nunca debió ser gobernador de Chihuahua.