Un par de declaraciones periodísticas me han sugerido el tema de esta entrega. Una es de César Duarte: Estoy tranquilo con mi conciencia, no me verán en la cárcel, viviré en Parral. La otra, de su pupilo Javier Garfio: Después de la presidencia municipal volveré a administrar mis empresas; no me interesa dirigir el PRI. Una visión superficial de estas palabras me llevaría a considerarlas como rutinarias y carentes de significado, por tanto indignas de constituirse en tema de reflexión. Hasta se podría pensar que ocuparse de ellas es simple y llanamente un ejercicio propio de la banalidad, en el peor de los casos, y un poco mejor como pretexto para seguir martillando sobre el mismo clavo.

No es así. Después de que una tiranía cae, viene una secuela de hechos históricos o políticos que se colocan por encima de la propia autopercepción que los actores tienen de su actuación, o del destino que han escogido hacia lo que les resta de vida. Hay un ejemplo que a escala mundial demuestra que la historia no acaba un día después del espacio formal que las leyes le conceden a un gobierno; se trata del proceso de desnazificación que siguió a la caída del totalitarismo en Alemania, luego de su derrota en la Segunda Guerra Mundial en 1945. Cierto, Hitler se fue, aunque la novelística dice que volvió, pero siguieron los Juicios de Núremberg, otros menos afamados que tuvieron que ver hasta con enfermeras que servían a los torturadores, o los guardagujas de los ferrocarriles por los que se trasladó a judíos, gitanos, comunistas, liberales, homosexuales a los hornos crematorios. Además, quién no recuerda el proceso a Eichmann en Jerusalén, al que debemos la estupenda obra de Hannah Arendt, precisamente sobre la banalidad del mal, y otros menos conocidos. En otras palabras, lo que quiero decir es que la historia no acaba a conveniencia de nadie.

Si bien es incomparable el conjunto de hechos de dimensiones mundiales a que me he referido, con la doméstica historia de la tiranía sexenal de César Duarte, algún parecido, lección, moraleja, podemos extraer para continuar en una gesta ciudadana que se ha librado aquí, mostrando, precisamente, que la misma fue derrotada, política y éticamente, sin duda alguna; y está por verse si en el ámbito de la apuesta por el derecho que hizo Unión Ciudadana se ve coronada con un triunfo que aleccione para que nadie se atreva, esperando impunidad, a transitar por la misma senda cargada de agravios para la sociedad y privilegios para los políticos corruptos.

Empecemos por lo más sencillo, para demostrar que la historia no se acaba cuando Duarte y Garfio piensan. La gente en la calle se pregunta en qué va a concluir el expediente penal (AP/PGR/UEAF/001/2014-09) y la queja ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH/2/2015/6207/Q). El primero puede derivar en un encausamiento penal del propio Duarte, Jaime Herrera Corral (secretario de Hacienda) y Carlos Hermosillo Arteaga (diputado federal), lo que bastaría para decir que esta historia no termina hasta que termina. El otro expediente abarca, entre otros funcionarios públicos actuales, a Javier Garfio, y eventualmente la CNDH puede emitir una recomendación que le afecte, por violaciones a los derechos humanos, particularmente el que se refiere a la prerrogativa ciudadana a la manifestación pública, cuenta habida de la artera agresión del 28 de febrero de 2015. De ser así, insisto, estamos en presencia de una historia cuya última hoja aún no se escribe.

Duarte puede decir que se va a ir a vivir plácidamente a Parral; Garfio a administrar sus negocios, pero ambas cosas no pasan de ser pintorescos deseos que se sueñan en un idilio ballezano. El problema es mayor y tiene que ver con las repercusiones, producto de una gran acción política para desmontar una tiranía, para fincar responsabilidades a quienes la hicieron posible, en unos casos reprimiendo, en otros torciendo la justicia, en muchos coludiéndose con el crimen, y en no pocos desnaturalizando instituciones, como las universidades, que Chihuahua necesita para salir de la postración actual. Este, como producto de la elección del 5 de junio, es un reto primordial del futuro gobierno.

Muchas veces he pensado el por qué una sociedad puede tolerar que sus enemigos, que un día antes estaban instalados en un cargo público y lo aprovecharon para traicionar a la sociedad, pasen a la vida privada como si nada hubiera pasado, como si no tuvieran deudas pendientes. Y esto va desde seguir frecuentando el club social, la cantina, la plaza pública, el templo los domingos, hasta reintentar, y con éxito, ocupar una nueva función. Un ejemplo palpitante de esto hoy es la ambición de Liliana Álvarez, la contralora de Duarte que actuó como su tapadera y ahora quiere ser la “primera rectora” de la UACH.

Se puede decir que no hay vergüenza, que el pudor no existe, que la autocontención es un mal hábito en política, y otras lindezas por el estilo, incluida la benevolencia que la misma sociedad tiene frente a los canallas. Pero, bien pensadas las cosas, ya es tiempo de actuar la consigna de que quien la hace la pague, ya en los tribunales, ya en las elecciones, ya en el juicio severo de la propia gente. Y no crean que estoy pensando en una actitud totalitaria en la que todos se convierten en vigilantes y delatores de todos. Para nada. En lo que estoy pensando es en que todos estos personajes, sin más características que la ruindad, deben pagar un costo, con la ley en la mano y brindándole los debidos procesos legales que ellos nos negaron. No se puede ir por la vida habiendo cometido faltas tan graves sin que el destino y la historia los alcance.

Por eso estoy pensando la confección de un buen cartel con el inventario de la canalla duartista, para que todos vean quiénes son y, mínimo, no contribuyan a encumbrarlos cuando se maquillan y se adosan una buena máscara para implorar el voto popular. No hay sociedad democrática que se precie de serlo, que se desarrolle con la carencia de una información sólida en torno a este delicado tema, del que desde luego debe quedar fuera la calumnia y la difamación, innecesarias cuando hay hechos tan duros como el diamante.

Que sueñen los tiranos y sus cómplices, a condición de que los ciudadanos estén en vigilia.