Es un dato aparentemente extraño pero de la mayor importancia: a César Duarte, el tirano corrupto de Chihuahua, sólo le defienden traidores y –aquí el dato relevante– ningún priísta que dé la cara por él ante la sociedad. De los traidores únicamente se puede esperar que cumplan con la ruindad que por encargo les han asignado; se trata de una historia que tiene que ver con la paga de los chaqueteros. No viene al caso hacer el catálogo nominativo de los traidores, pues como dice una sevillana, de los traidores no se ha escrito nada, pero sí del que hoy por hoy se emplea con fondos del gobierno para agredir a Unión Ciudadana: se trata de Cruz Pérez Cuéllar, al que en menos de diez días le han brindado planas en los periódicos y las pantallas de la televisión para calumniar de manera artera al senador Javier Corral. Sólo una reunión en la oscuridad y entre traidores explica la deleznable conducta del expanista al servicio del duartismo y que no se ha dado cuenta que al realizar las acciones que hoy escenifica, ha echado en el cesto de la basura lo poco que le quedaba de capital político, si algo le restaba y que tengo para mí que se reducía a números cercanos al cero.
No es extraño que ningún priísta defienda a Duarte. En la reunión del día de ayer para lanzar a Unión Ciudadana en Parral, dije algo que me parece importante reproducir ahora: César Duarte ya no es inversión política para nadie, de manera natural va en caída libre; sea porque su deterioro público alcanza rangos casi absolutos, sea porque se derrumba, sea porque cuando se nombre candidato del PRI para sustituirlo en el cago que jamás debió ocupar, ni quién se vaya a acordar de él. Así las cosas, lógico es que arme la mano de los traidores para lanzar lo único que tienen a su alcance: el lodo, que es importante recordar que se seca y se cae y deja a los calumniados en el buen sitio que la sociedad les depara. En otras palabras, el bandido se apoya en bandidos, el traidor a las instituciones en los traidores de la estirpe del cainita Pérez Cuéllar.
Hasta dónde llega César Duarte en sus despropósitos que es el artífice del golpeteo a Marco Adán Quezada, político y militante del PRI con el que no guardo afinidades, pero que tomo como punto de referencia para enfatizar la ruindad con la que se conduce el cacique chihuahuense. En esencia, no sabe de otra y todo le cuesta, o mejor dicho, le cuesta a Chihuahua porque se paga con recursos públicos. Pregúntese usted por qué ningún priísta defiende a Duarte, porque le rechiflan en todas partes, incluido Parral, y entenderá por qué es el solitario de palacio. Pero no sólo eso, también la razón por la cual se debe ir.
Pobre Cruzito, sigue ardido con el sendor Corral desde que le tumbaron su teatrito corrupto de coaccion del voto hace unos anos. A el y al mequetrefe de Borruel. Ahora da patadas de ahogado. Busca hueso desesperado porque nunca en la vida se dedico a a algo. Nunca ejercio una habilidad. Toda la vida vivo del pueblo, y ahora no tiene hueso que morder. Yo siempre he pensado que para sobrevivir en este mundo jodido todos debemos desarollar una habilidad que sea util al pueblo, y esots ojetes la unica habilidad que desarrollan es la de robar. Pero solo falta apuntar un par de dedos para que el pueblo se de cuenta de lo chueco, inefisientes e inutiles que son estos parasitos para el pueblo, y en un dos por tres, se olvidan para siempre.
Espero y el Cerduarte le comparta de los millones robados, porque de no ser asi, pobre Cruzito sera parte de la inmensa estadistica de pobres y marginados de Mexico. Los olvidados.
Ni hablar, dime con quien andas y te diré quien eres…y cuanto vales….si es que vales algo!!
El camino del cínico / Jesús Silva-Herzog Márquez
23 Feb. 2015
Diógenes de Sinope solía masturbarse en el mercado ateniense. La mirada de los otros le tenía sin cuidado. La reprobación de todo el mundo al ver sus ejercicios le era indiferente. No es que estuviera loco y fuera incapaz de darse cuenta del efecto que producía su exhibición. Tampoco es que viviera en una sociedad donde esa práctica fuera común. Diógenes hacía en público lo que se reserva al secreto y quería mostrar su transgresión como un mensaje. Por eso lo consideramos como el padre del cinismo. La reputación le parecía un premio indeseable. Más aún: una condena. Esforzarse para ganar respeto era atarse a la irracionalidad de las manías colectivas. Esa era la tarea de su filosofía: denunciar los prejuicios para ganar la plena autosuficiencia moral. A través de la palabra y la escenificación de sus ideas, el cínico aspiraba a corroer los absurdos de la convivencia. Como dice el filósofo Raymond Geuss, a quien sigo en estas líneas, la demolición de la decencia era, para el cínico, requisito esencial de la autoafirmación Public Goods, Private Goods, Princeton University Press, 2001.
El camino del cínico corroe, en efecto, la política. El cínico afirma que no depende de nadie. Hace lo que quiere para satisfacer sus necesidades y contempla impasible la repugnancia que provoca. En el mercado donde procuraba su propio placer, Diógenes afirma que no busca la cooperación de nadie. Su provocación surge de la certeza de que no depende de la ayuda de otros y que nada le beneficia esa superstición del respeto. El cinismo es la indiferencia radical al juicio de los otros. Geuss recuerda que el padre de los cínicos fue también autor del cosmopolitanismo. El cosmopolita, ese ciudadano del mundo, no era el hombre que juraba lealtad a la humanidad entera, sino todo lo contrario: quien rechazaba cualquier lealtad. El cosmopolita repudiaba toda pertenencia. De ahí que el cosmopolitismo de los cínicos sea el rechazo de cualquier compromiso político concreto. Lo es, porque en el fondo, el cinismo es la filosofía de la desvergüenza. El ideal es actuar públicamente sin el estorbo del honor. Hacer lo condenable sin remordimiento alguno; hacerlo pública y reiteradamente, sin asomo de rubor.
Vivimos ahí, en el paraíso de los cínicos. Lo que piensen de nosotros nos tiene absolutamente sin cuidado, nos dice, de muchas maneras, la clase política que actúa, en esto, con una sola voluntad de burla. Sus recatos no son los nuestros, nos dicen al encubrirse. Los actores políticos se sorprenden de la indignación que provocan pero están seguros de que el enfado es un reflejo pasajero que se desvanecerá muy pronto. Protegidos por las reglas, seguros por un régimen que los consiente, cobijados por una prensa que cuestiona poco, creen que es innecesaria, incluso, la apariencia del decoro.
Herméticos son el discurso y la práctica del cinismo. Impermeables siempre a las reacciones de la gente que es tachada de inmediato como insensata, desmedida, irracional. La indignación colectiva ante la corrupción fue interpretada por el asesor presidencial como el apetito de los bárbaros por la sangre y el circo. Si eso quieren, no se los daremos, dijo Aurelio Nuño, con la arrogancia intelectual de quien no puede permitirse el autocuestionamiento. Lo notable de aquella entrevista con el diario El País es precisamente su retrato de los críticos como salvajes y el anuncio de que las prácticas del poder no tienen por qué alterarse frente a los mitotes de la plaza pública. Pueden sucederse discursos y propuestas, lo que queda, en obstáculos burocráticos y argumentos palaciegos es el aviso de que el juicio de los otros es, para nuestra política, insignificante. Por eso desfila desvergonzadamente el Partido Verde sus atropellos. Y no me refiero solamente a su grotesca y eficaz demagogia, sino a la violación sistemática de la ley, con la abierta complicidad de la mayoría de los consejeros del Instituto Nacional Electoral. Por eso un político tan desagradable como el gobernador de Chiapas puede golpear públicamente a un colaborador sin que suceda absolutamente nada. El político puede darle una cachetada a su asistente como si fuera el esclavo de su plantación en un evento público y todo se disipa pronto como si fuera una gracejada inocente. Política de la desvergüenza.
Nuestra política sigue el camino del cínico. Se ha desprendido de cualquier ambición de respetabilidad. La clase política se afirma como si pudiera existir sin respaldos. Como si el juicio colectivo fuera irrelevante, como si la indignación careciera de efectos. Como si el prestigio fuera un adorno inservible. Buscar la restauración de la confianza en este contexto es simplemente absurdo.
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