La historia de los 43 de Ayotzinapa es una herida que no cierra. La impunidad, el resguardo de los expedientes que involucran al ejército, y la falta de un aparato de justicia que honre al Estado de derecho, son ingredientes que explican el porqué Andrés Manuel López Obrador llega al final de su mandato exhibiendo petardos y humos en la fachada del Palacio Nacional, convertido en su casa-habitación.
Lejos estoy de justificar el ejercicio de la violencia, pero también es tiempo de reconocer el incumplimiento de las promesas de López Obrador en torno al crimen de los 43.
La famosa “verdad histórica” se desvaneció a su tiempo, Murillo Karam fue a la cárcel y hoy está libre, y la retórica presidencial sepultada por una actitud obsecada, por negarse al diálogo profundo y con resultados.
Es tiempo de preguntarse, con relación a este suceso, de qué lado quedan los estudiantes que ayer se pararon frente al Palacio Nacional: ¿Son pueblo bueno y congruente con los históricos reclamos del pueblo guerrerense? ¿O son malvados conservadores que se empeñan en hacer naufragar la cuarta transformación? Sea lo que sea que signifiquen este par de palabras.