Está en la escena pública el acendrado odio que se profesan entre sí los panistas. No es nada nuevo, pero ahora ha alcanzado altos niveles porque están en medio dos proyectos de poder que quieren hacerse de la candidatura al gobierno del estado, primero, y después competir por un plan de continuidad en el próximo sexenio. Javier Corral ha sido el mejor catalizador de esos odios; antes lo fomentó y ahora lo acrecienta. 

Que estos odios existan revelan la bajeza de la política partidaria en el PAN, y si se contiene en los límites del propio partido, aunque incorrecto, sería lo de menos. Lo de más es que lo lleven hacia afuera, que conviertan a Chihuahua en un almacén de rencores que trastoca la convivencia democrática entre los chihuahuenses; y al decir esto, me hago cargo de que ese partido tiene una presencia importante en esta región. 

Desde los tiempos de Francisco Barrio se escuchó que formó una familia feliz con sus cercanos y eso generó desavenencias. En Juárez se habló de perfumados y huarachudos, dihacos y panistas doctrinarios. Entre estos bandos se fomentaron discrepancias tan profundas que llevaron a la ruptura entre familias, personas se han dejado de hablar por años, toda una serie de lindezas y aberraciones que hablan muy mal del viejo partido.

Si bien el odio no sirve para nada en la política, es más explicable entre partidos antagónicos, pero este no es el caso.

Sostengo que debemos barrer electoralmente al PAN de Chihuahua, su continuidad en el poder no es aconsejable desde ningún ángulo a la vista del fracaso corralista y su pretensión de imponer a Gustavo Madero; pero al decir esto, también sostengo que Maru Campos representa prácticamente lo mismo, a pesar de su victimización, dolosa o inventada. Mientras no aclare la alcaldesa con licencia las prebendas que le dio César Duarte, su presencia está manchada. 

Que no nos hereden sus odios.