Los combates y disidencias políticas con los gobernantes, una vez que se denuncian y se hacen públicos, deben articularse de tal manera que el objetivo buscado se logre. De lo contrario es como lanzar una voz en el desierto con la seguridad de que se perderá en la arena y quedará sepultada. Los que están en el poder saben bastante de esto y por eso porfían, saben que borrasca de hoy puede ser tenue brisa de mañana. 

El domingo pasado, cuando Javier Corral presentó su zafio acuerdo en relación al Covid-19, aparte de apoyarse en decadentes figuras del priísmo, metió de contrabando al nuevo secretario de salud, Eduardo Fernández Herrera (ahora apodado por la prensa como “El Higadito”) en un doble intento de que nos acostumbremos a que sus decisiones son irrevocables y exhibirlos como legítimos ante la comunidad. 

Me gusta mucho una frase que afirma que hombres y mujeres de honor sólo tienen una mejilla para exponerla, ni más ni menos. Con esto quiero decir que la empresa iniciada para la destitución del no médico Fernández Herrera (si es economista o experto en otras artes reales jamás se ha demostrado) debe llegar a buen puerto: debe irse. Debe ser destituido o encontrar alguna fórmula de motivos estrictamente personales para su renuncia. 

Corral obviamente no hará esto de buena o mala manera, en su diccionario sólo está la frase “no me equivoco”, cosa de su síndrome de Peter Pan o de la hada que lo acompaña. La meta se tiene que lograr con, sin, contra y a pesar de él. 

Se pensará que hay una intransigencia de este columnista, pero es lo que menos importa. Hay un compromiso público de que debía ser un médico el ocupante del cargo, y si no se cumple, devendrá en burla para todo el sector salud y la población. 

Pero más allá de esto, es claro que si no se logra el objetivo, se sembrará el desaliento y los déspotas instalados en el poder seguirán pensando que son señores de horca y cuchillo y que sólo llegaron para mandar a los siervos, desdeñando toda idea de ciudadanía.