El homicidio del juez penal federal Uriel Villegas Ortíz y de su esposa el día de ayer en Colima, reviste la mayor gravedad porque es válido pensar que se trata de una agresión del crimen organizado en contra del Poder Judicial federal. Este crimen sucede en medio de circunstancias igualmente graves si tenemos en cuenta que el gobierno federal no ha logrado vertebrar con eficacia una política de seguridad. Los homicidios por ejecución continúan todos los días y tienden a crecer. El lema de “abrazos no balazos” aparte de ser una mala humorada, es un fracaso que no va más allá de la “urbanidad” practicada por el presidente con la mamá de “El Chapo” Guzmán.

Los jueces, sobre todo los que están comprometidos con la importante función pública que desempeñan, están expuestos y corren grandes riesgos; para ellos no hay aparatos de inteligencia que los cuiden ni mucho menos quién les brinde protección, más cuando se sabe que tienen en sus manos expedientes de la máxima importancia y peligrosidad, como en el caso que me ocupa, por implicar a capos de gran talla. No se trata de cualquier cosa pero se pasa por alto esta circunstancia y ahí están los resultados: muertes e intimidación junto con inseguridad para los juzgadores. 

Esta columna lamenta el doble homicidio y en especial hace referencia al juez penal Uriel Villegas Ortíz por formar parte de una familia con raíces en esta ciudad de Chihuahua. ¿Cómo no recordar a su abuelo, del mismo nombre, periodista e impresor, que tanto apoyo nos brindó con sus servicios profesionales cuando editábamos el periódico socialista El Martillo en tiempos muy difíciles de Chihuahua?

Va nuestra solidaridad y nuestro pésame a todos los familiares, y la exigencia de que estos crímenes se esclarezcan y se castigue a los responsables. 

Un país con jueces amenazados jamás podrá aspirar al Estado de derecho. La vía para convertirse en un Estado fallido se estaría acercando peligrosamente. Hay que levantar la voz y fuerte.