Los gobernantes mexicanos, no importa el nivel, carecen de autoridad. La pandemia exhibe ese drama: ordenan dislocadamente medidas que la sociedad ve con duda o no acata. Dejan la coherencia para atender un tema esencial, como es la salud, para moverse en las líneas que cualquiera puede imaginar atrás de un escritorio. El cubrebocas, por ejemplo, unos dicen que sí y otros que no, los hay también que sanitizan por avión donde no tiene ningún sentido, y mientras se recomienda el aislamiento social, los funcionarios con ambiciones electorales no descansan de propiciar los contagios por todos lados. 

Y es que, en el fondo, no hay autoridad en el sentido y significado que esta palabra tiene para lograr una disposición personal para hacerse obedecer, sin recurrir desde luego a medidas de fuerza. Por ejemplo, los modos de las autoridades en Chihuahua, en esta y en muchas materias es establecer multas. 

Está difícil que nuestros funcionarios logren, de la noche a la mañana, esa autoridad que se gana de manera natural, sin coacciones, sin dobleces, no brota forzada sino producto del reconocimiento de quien goza de obediencia por el respeto que se le tiene o por el ejemplo que da. Lejos estamos de esto.

Lo cercano es la anomia, prescindir de toda norma en muestra de desprecio al funcionariado o francamente el desafío, que debiera entenderse a final de cuentas como lesivo cuando la propia salud se pone en riesgo. 

Eso explica, por sólo poner un par de ejemplos, lo que sucede con Javier Corral y su querida secretaria Alejandra De la Vega, que quieren reabrir la maquila sin siquiera saber el número de empleados que ahí laboran o la orden de que no haya fiestas con motivo del 10 de mayo, decreto municipal de María Eugenia Campos que contrasta con las 735 que se reportaron. 

Por eso digo que nuestros funcionarios carecen de autoridad, en el buen sentido de este término.