La historia que escribe Gustavo Madero para el corralismo no es precisamente un dechado de virtudes en cuanto a congruencias se refiere. Si bien tiene razón en que la terna enviada por el líder la llamada 4T para elegir a quien ocupará la nueva magistratura en la Suprema Corte no está dotada de la suficiente distancia del Ejecutivo, Madero no parece tener la coherencia necesaria para reclamar autonomías, aun desde su repetida posición en el Senado de la República. Además, no es el único que alcanza a ver las paradojas del mecansogansismo.

Baste con recordar las cuitas que mantuvo con su pupilo Ricardo Anaya, el “chamaco” que lo traicionó y lo envió a la orfandad fuera del CEN de su partido, el PAN. Fue así como Javier Corral lo acogió en Chihuahua, le inventó un nuevo cargo, el de jefe de su gabinete, para mantear calientito el brazo, sobre todo para hacerle a aquel la chamba partidista que públicamente no puede (o podía) hacer. Madero se distinguió por no hacer nada y más bien se le recuerda por sus constantes apariciones en cabildeos partidistas en la Ciudad de México.

Gustavo Madero disfruta, eso sí, de una mejor coincidencia con Javier Corral: pronto, desde 2001, le tomó sabor al poder público, el que paga munificentemente las cuentas a lo largo de 18 años. Y digo munificentemente a riesgo de que les parezca muy poco lo que devengan ante el “sacrificio” mayor que hacen por la patria.