El 8 de Marzo es una invitación a reflexionar sobre la condición de las mujeres, sea que  hagamos una retrospectiva histórica, sea que nos centremos en el momento actual, la coyuntura. Es día propicio para escuchar muchas voces, refrendo de convicciones profundas y ratificación de acrecentar los derechos. Soterradas están, también, las palabras de una ultraderecha fundamentalista que no descansa ni pierde oportunidad de continuar impulsando una agenda que busca con denuedo, a la hora del balance, privar a las mujeres mismas de su cuerpo.

También es oportunidad de recuento, y en derredor de esto es que escribo estas notas, en parte testimoniales, en parte con un mayor alcance hacia replanteamientos y debates necesarios en los que la crítica debe escoltar la praxis, en particular aquella que desmiente principios que han dado cuerpo al ya muy largo esfuerzo para demostrar y dar posibilidad a los derechos que les pertenecen. 

Empiezo por recordar un ensayo de Susan Mendus, que nos influyó localmente, referente a la deuda de la democracia para con las mujeres, el famoso ensayo conocido con el título “La pérdida de la fe: feminismo y democracia”. Se trata de un trabajo hecho con la dirección de John Dunn, que quizá no sea muy del agrado por la geometría donde se le ubica. La Mendus nos dijo: “…la acusación contra la democracia radica en que para las mujeres, nunca ha sido otra cosa que un artículo de fe, y cuando dos siglos de democratización (el texto se publicó en 1993) no han podido (y siguen sin poder) establecer la igualdad para las mujeres, incluso la fe se abandona (…), la acusación no consiste en declarar que en los estados democráticos las mujeres están realmente en desventaja, aunque eso sea cierto, sino más bien en que la teoría democrática, por principio, se ha comprometido con unos ideales que aseguran que van a continuar estándolo”. En otras palabras, la democracia crea un ambiente propicio, pero no lo es todo.

Aquí en Chihuahua el feminismo llegó por varias vertientes, falta una historia minuciosa que nos hable claro sobre todos los afluentes. En la década de los 60, con la Cortina de Hierro todavía enhiesta, un marxismo occidental que le hace mella a la escolástica soviética, novedosos y profundos autores y autoras, y la lectura propia de las fuentes marxistas, un grupo de estudiantes de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chihuahua, creó la Sociedad Rosa Luxemburgo. Sostengo que hubo una fe de las mujeres en la democracia, aunque esta estaba ausente, y profesaron con el nombre de Luxemburgo otra fe, la del socialismo, que tampoco las alcanzó.

Evidentemente, y aunque ya circulaban en español buena parte de sus obras, estas no habían sido leídas cual debe ser. Pero sin duda se trataba de un posicionamiento en más de un sentido: Luxemburgo fue una mujer de grandes dotes intelectuales, destacada participante en el movimiento socialista en la Segunda Internacional, discrepante de Lenin en aspectos fundamentales que luego cobraron gran relevancia, y mártir de una revolución fallida en Alemania, que presagió que el fascismo tocaba a la puerta. Imprescindible al respecto leer su biografía en la obra de Peter Netl.

Aquellas jóvenes mujeres, femeninas sin duda, se desligaban de un estructura de dirección machista o patriarcal en la sociedad, y ya no aceptaban las famosas secretarías de la mujer, que lo mismo estaban en los órganos de dirección de los partidos, las organizaciones religiosas y las legendarias sociedades de alumnos. Las Rosas, como se les conoció, nunca aceptaron que hubiese un aparato organizativo de ese corte y reclamaron su autonomía, organizaron eventos de deliberación sobre el marxismo, reivindicaron sus espacios propios y en el movimiento social aspiraban a la identidad que permitiera el despliegue mayor de sus luchas, integrándose en el contexto general, quiero decir, con los hombres.

Formaron parte de movimientos armados, también de los democráticos, abriéndole el espacio al imprescindible papel de las mujeres en los cambios que se exigieron en aquel tiempo en el país y aquí en Chihuahua. Obvio que para ellas las dificultades eran mayúsculas, aunque son pocas décadas las que nos separan de aquellos tiempos, la famosa muralla de cristal no les permitía avanzar en la dimensión de las propias posibilidades y potencialidades. Y en esa muralla estaba también la propia izquierda masculina con la que corrió en paralelo. ¿A qué negarlo? 

Recuerdo, además, cómo se abrió la presencia de las mujeres en los partidos de izquierda, cuando se empezó a perfilar el primer tramo de nuestra transición a la democracia, particularmente en el PRD. Defendimos –es una promesa de la democracia– la equidad y perspectiva de género, empezando por la defensa de acciones afirmativas. Nos abrimos de manera pertinaz por un lenguaje incluyente e igualitario, y fuimos testigos de cómo creció la presencia de las mujeres en los más importantes órganos de dirección, lo que me pareció luminoso, y de hecho lo es. 

Pero también vimos cómo, al amparo de ese andamiaje para la participación, no pocas mujeres se hicieron de cargos de relevancia, practicando los más machistas usos y costumbres de la cultura masculina. Después de que obtenían su posición plurinominal le decían adiós a todo lo demás, y de las luchas de las mujeres se separaban, como antes se hacía al despedir un barco que zarpaba agitando un pañuelo a la distancia. Esto sirve como lección para matizar apreciaciones que luego se hacen tábula rasa.

Evidentemente que la democratización propició esto, aunque es ineludible corregirlo, a partir de definiciones que lleven más a lo esencial, a una idea de humanidad en la que espigando lo que constituye un malestar en y con la cultura, integra a mujeres y hombres en la búsqueda de altas metas. Pienso que en eso creían aquellas fundadoras en la universidad; en todo caso es un expediente abierto al debate.

Esa cantera se distinguió además por su desinterés material. A las que la muerte alcanzó, siempre daban sin esperar nada a cambio, y cuando se puso de moda formar organizaciones de la sociedad civil, renunciaron a los mecanismos de financiamiento ahora tan normales y objeto de disputas que alcanza hasta a la voluntad presidencial. 

Actitud así se complementó con un pluralismo fuera de toda sospecha, expresado particularmente en la lucha contra el feminicidio chihuahuense, que empezó mostrando su siniestro rostro durante la administración de Francisco Barrio e hizo crisis durante el despotismo de Patricio Martínez García. Expresión de este pluralismo son los memoriales denominados “Cruz de Clavos”, empresa que integró tanto a hombres como a mujeres y que prácticamente, sin omitir mérito personal alguno, se lee en la obra “La Cruz de Clavos”, de la autoría de Irma Campos Madrigal y del que esto escribe. 

Pero hay más. Reconozco dentro de ese pluralismo la presencia de tres mujeres ejemplares: Esther Chávez Cano, María Elena Vargas Márquez e Irma Campos Madrigal, cuya apertura para encarar el conflicto social y político y defender a la vez las notas esenciales del movimiento feminista, jamás rehusaron escuchar la voz y coparticipar en una dimensión más alta, incluyendo a hombres. Ellas ya no están, pero les alcanza el mérito de haber dado cuerpo a una lucha difícil e histórica, que además se les recuerda por la cercanía de sus presencias y por obras escritas que reflejan la aciaga época. 

Quizás las que venían del legendario grupo universitario habrían defendido la visión de Domitila Barrios, la boliviana que puso en entredicho a la acicalada líder feminista estadounidense, Betty Friedan, pero más que esto a la intocada idea de la separación de las mujeres por su posición de clase social, tan entendible en aquellos años y en una mujer proveniente de las gestas mineras de su patria. Pero lo hicieron bajo otra divisa, ubicando por ejemplo, en los derechos tangibles y exigibles, a la par por hombres y mujeres, como se hizo en algunas expresiones de luchas sindicales que en la realidad aprisionaban a hombres, mujeres, parejas, familias e hijos. 

Mucha agua ha pasado por debajo del puente, lo entiendo, pero no está de más recordar el trasiego de estas historias. 

Sostengo que es necesario hacer un alto en el camino y entrar a la reflexión. Para avanzar hacia metas más altas. Ahora hay grandes debates que es necesario incorporar a las propias agendas regionales. Está también un supuesto cambio de régimen que obliga a definir los temas del poder, porque ahora también ese poder tiene un rostro femenino merecido, pero igualmente sujeto a un escrutinio crítico que permita elevarnos más allá de todo pragmatismo. Ya no se trata sólo de una mujer aislada que simboliza sin más la presencia femenina, sino que esa presencia también participa del poder.

¿Podemos compartir lo que nos dice el filósofo André Comte-Sponville?: “La biología me enseña más (se nace mujer u hombre, y después uno llega a ser lo que es, de forma más o menos femenina o masculina), pero poco importa: este ‘llegar a ser’, por mucho que lo debiera todo a su cultura, es uno de los más hermosos regalos que la humanidad se haya concedido a sí misma”.

No por una nadería nos recuerda un poeta notable que todas las grandes cosas que hemos hecho han sido hijos e hijas del diálogo.