Ayer me preguntó un abogado si me habían invitado al cambio de dirigentes de un colegio de abogados. De manera natural contesté que no, porque no pertenezco a ninguno (acuso en esto más defecto que virtud). Pero la conversación dio para un poco más: la poca o nula eficacia que esas organizaciones han tenido en la vida de la entidad y en el área específica que tiene que ver con el papel del Derecho en una sociedad como la nuestra. 

El hecho mismo de que esos eventos ajusten sus protocolos a celebraciones en recintos oficiales –gubernamentales quiero decir– dice mucho al respecto. Más cuando protestan frente a funcionarios a los que suele importarles un comino la justicia. 

Ciertamente el jurista o el abogado están llamados a jugar un papel esencial en territorios de barbarie como el de Chihuahua, en el que se toleran gobiernos como el de Duarte o el de Corral, que se han caracterizado por meter sus narices donde no deben, trastocando la independencia, en este caso, del Poder Judicial cuya nota principal, de partida, debiera ser la autonomía. No está de más recordar al respecto la circunstancia de padecer un Consejo de la Judicatura carnal del gobernador. 

Mi interlocutor me reconvino diciendo que ya no se veían tantas críticas al presidente del Tribunal Superior como en el pasado reciente y reconocí que eso es cierto, pero no para bien. Si nadie se ocupa de Pablo Héctor González es porque sencillamente ya ni caso tiene. Juega el papel de los animales muertos en apartadas regiones de la campiña: nadie sabe que es de él, pero seguro están de su degradación permanente e ineluctable, por más que su fantasma viaje, viaje, viaje y viaje.