Claro que el tiempo lo dirá, como se acostumbra decir, pero no tengo duda de que el modelo alimentado desde el presidencialismo atroz para sustituir al viejo corporativismo, se incubó desde el poder y en contra de la necesaria autonomía que deben recobrar los asalariados mexicanos para organizarse en defensa de sus intereses. Hablo de un déficit de la famosa “transición a la democracia” en México.

Ese modelo lo encarna con creces Napoleón Gómez Urrutia. A los fines de este texto, convienen algunos datos de la biografía de este personaje: es de origen regiomontano, hijo de Napoleón Gómez Sada, el omnipotente líder charro que se apoderó del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos, Siderúrgicos y Similares de la República Mexicana que luego heredó en el alto mando a su hijo. Creció a la sombra del poderío de su padre, un dirigente corporativo que a su tiempo contribuyó a la creación del Congreso del Trabajo, el aparato filial del PRI que le permitió a Fidel Velázquez, de la CTM, traficar con los intereses de los trabajadores mexicanos a lo largo de varias décadas. 

Lo que no obtenían ni buscaban para sus agremiados, lo encontraban para sí mismos en diputaciones, senadurías, gubernaturas y privilegios, como el que gozó ‘Napito’ como estudiante de posgrado en Economía en Oxford, de donde brincó –siempre como prebenda– a la dirección de la Casa de Moneda del país por 12 años. Vaya relación de la metalurgia con la política.

Dos o tres datos más complementan esta cápsula: fue acusado por los trabajadores mineros por el oscuro manejo de 55 millones de dólares, y hubo de huir fuera del país para esquivar la aplicación de la justicia. Tuvo en su contra una ficha roja por parte de la Interpol, que se desechó cuando se estimó que era un “perseguido político”. Como centro de disputa de altos intereses –todos ajenos a los de los trabajadores– ha logrado impunidad. Su conflicto, por la tragedia de Pasta de Conchos, donde perdieron la vida, sepultados, 66 mineros, entró en contradicción con el magnate Germán Larrea de Grupo México, y jugaron al ping-pong cruzándose las responsabilidades. Tengo para mí que ‘Napito’, al igual que su padre, nunca buscó las condiciones de higiene y seguridad en las minas, cuya ausencia se ha convertido en toda una tragedia en las minas de carbón de Coahuila; pero no solo, el daño se ha extendido a toda la república. 

López Obrador le abrió las puertas de MORENA y lo hizo senador de la república, cargo que actualmente ostenta y desde el cual, hoy, soportado en el viejo sindicato minero, crea una nueva central obrera, sucesora por línea directa del charrismo sindical, de la CTM, del Congreso del Trabajo. Se trata del proyecto de poder denominado Confederación Internacional de Trabajadores (CIT), que pinta para ser una expresión del neocorporativismo morenista, que se convertirá, de consumarse las pretensiones, en la nueva cárcel social de los asalariados mexicanos. No se trata ni de la libertad sindical, ni mucho menos de reivindicar la autonomía que los trabajadores deben tener para la autogestión de sus propios intereses. Si en algún aspecto se deja ver la restauración del viejo priísmo es en esto, con la desvergüenza de usufructuar el carácter internacional que tanto aliento le dio en el pasado a la lucha de los trabajadores.

Aunque el concepto está en desuso, pero de ninguna manera es un arcaísmo vacío, no es la primera vez que la clase obrera mexicana es agredida desde fuera por redentores que los tratan como sujetos de tutoría, como capitis diminutio. La historia de dirigentes desclasados es proverbial en nuestro país. Pero hay de figuras a figuras. En los años 30 el ilustrado Vicente Lombardo Toledano contribuyó como pocos intelectuales a la creación de la primera etapa de la CTM; después fue desplazado por los “lobitos” de los que surgió el poderío de Fidel Velázquez y, a resumidas cuentas, también, el generoso papá Napoleón Gómez Sada, que por testamento hizo a su hijo heredero de un imperio de poder y corrupción. 

Napoleón Gómez Urrutia también es un ilustrado; podríamos decir que hasta parece un “dandy”. Pero nada tiene que ver con los trabajadores. Sin embargo, eso no importa mucho, puesto a desplegar sus ambiciones como un nuevo y poderoso líder neocharro. El puerto del que parte su navío se llama “poder presidencial”, MORENA, y se vende como una transformación cuyos contornos cada vez más suenan a regresión a tiempos deplorables, en particular para la clase obrera.

Tiene pertinencia una referencia que engloba a la izquierda, sobre todo a la que bregó contra el charrismo sindical antes de la reforma política de fines de los años 70 del siglo pasado. Por su anclaje socialista, se sustentaba la posibilidad de convertir a los obreros en los agentes de una profunda transformación anticapitalista. De ahí que no pocas batallas se dieron contra el charrismo sindical que representó, para concretar, Napoleón padre. Luego, esos escenarios de lucha fueron abandonados, generando un faltante en la transición a la democracia en una perspectiva de mayor calado, quiero decir llevando la democracia hacia una vertiente anticorporativa de los sindicatos. Todo se redujo a la búsqueda del poder y a las elecciones. De esa etapa viene López Obrador, lo que me permite sustentar que la “cuestión obrera” no figura en su diccionario, y por eso se prohijan proyectos como el de Napoleón hijo, tras del cual seguramente vendrá el del regreso de Elba Esther Gordillo y tantos otros que se han caracterizado por la traición a sus supuestos representados.

No está de más que recuerde el momento en que colaboré en la Secretaría de Estudios y Programa del Comité Ejecutivo Nacional del PRD, presidido por López Obrador. Hacia fines del siglo pasado publicamos, desde luego con el crédito al propio López Obrador, un extenso ensayo –quizás el único en su género que produjo ese partido– y que trató precisamente de la necesidad de una reforma laboral para la transición. Fue por cierto un trabajo lejano a las preocupaciones de López Obrador, pero que no lo obstaculizó. 

En ese texto se sometieron a estudios rigurosos los dictados del Banco Mundial sobre el trabajo, cuestionándose las nuevas expresiones neoliberales que contribuyen a la mayor expoliación de la fuerza laboral y la enajenación. Cuestionamos las iniciativas del PAN y hasta el anteproyecto que pretendió sacar adelante el propio PRD en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión y bajo la égida de Porfirio Muñoz Ledo, que durante el priísmo fue secretario del Trabajo. Ahí hicimos una defensa de nuevos y progresivos enfoques del derecho laboral.

A la pregunta de qué reforma laboral se necesita para una transición a la democracia plena, se valoró tanto la libertad como la autonomía sindicales, y la necesaria definición de las relaciones entre el Estado y las organizaciones de los trabajadores. 

Reconocimos que el corporativismo, en tanto estructura autoritaria y monopolizadora de la organización, representación y negociación de los intereses del trabajo, tiene que liquidarse. Quizá López Obrador no lo leyó. Y no es cualquier cosa, porque ahí se reivindica que no es cierto que estemos ante el colapso del trabajo, porque este sigue constituyendo el centro de la organización social en general, de ahí la necesidad precisa para imaginar la reposición activa en un pacto social real, que convierta en ciudadanos a los trabajadores. Cosa que está ausente de las pretensiones del neocharrismo recién anunciado.

Algunos analistas han tratado de trazar una vida paralela entre Vicente Lombardo Toledano y el hijo del charro Gómez Sada. Me parece que es una visión equivocada. Lombardo, así se le conocía coloquialmente, antes de la creación de la CTM, allá por 1926, habló de cómo el Estado reconocía las diferencias de clase, pero renunciaba a tomar partido por alguna de ellas. En su concepto, era lo que le permitía convertirse en el fiel de la balanza, el mediador y el juez de la vida social. 

La transformación que propone el actual presidencialismo, no busca eso. Quiere ser parte, controlar a la vieja usanza a la clase trabajadora. Quizás ya no como el sector obrero de MORENA; pero, cambiando lo que haya qué cambiar, con igual finalidad. 

Los trabajadores no son menores de edad, son ciudadanos libres, reclaman autonomía, no cadenas de dependencia.