—En memoria de Raúl Leos Sánchez

El tiempo y el espacio alimentan el olvido, hijo consentido de la historia según afirmación del escritor Roberto Ampuero. De pequeño tuve la costumbre de hacerme cada año de un calendario y marcaba los días importantes en mi vida.

Algunos tenían relación con lo cívico, la patria; otros daban seña del nacimiento de los miembros de la familia, y ahí estaban obligadamente los temporales de vacaciones escolares y me llamaba la atención que en parte coincidían con fechas ligadas a las prácticas religiosas, en especial la Navidad y su extensión hasta al Día de reyes.

Como niño, me recuerdo esperando impaciente –al tiempo lo percibía parsimonioso y lento– la llegada de la Nochebuena: sabía que habría regalos y eso era esperanza suficiente para disfrutar la vida y ser feliz. Ahora sé que había algo de hedonismo y también de tristeza. Carlos y Hortensia, la pareja fundadora de la familia, realizaban grandes esfuerzos para gratificar con obsequios a sus siete ilusionados hijos. La pareja tenía en común que fueron huérfanos desde muy pequeños y, quizás, padecieron amarguras que no querían heredar.

Trabajaban con ahínco durante todo el año para colmarnos de regalos sencillos, a mí me parecían estupendos. Hubo tiempos difíciles y ellos mismos produjeron los juguetes; como carpintero ocasional mi papá y costurera mi mamá, fabricaban monos, animalitos, muñecos de tela rellenos de algodón o borra comprados en los obrajes del lugar. Nunca sufrimos la ausencia de regalos en el modesto árbol navideño. Mi madre fue religiosa y no perdía la oportunidad de narrarnos la historia del nacimiento de Jesús; mi padre, más distante, gustaba con ver disfrutar la felicidad radiante de sus hijas e hijos, una vez que entregaba regalos a todos, ropa incluida. La abuela paterna era testigo de todo el trasiego decembrino.

Son recuerdos que pretenden vencer al tiempo y al espacio, como distancia de los sitios donde eso aconteció. No es, de ninguna manera, historia que se escribe con mayúscula. La memoria, ahora, me lleva a un regalo recibido hace más de sesenta años y que aún conservo: un trenecito de cuerda: su locomotora, el furgón con el combustible de carbón mineral y una identificación “New York Central”, sendas góndolas para la carga de minerales y el infaltable cabuz, casa y oficina de la tripulación. Los rieles se perdieron. Ese regalo fue el mejor jamás recibido por mí. Me marcó.

Entre mis amigos, la inmensa mayoría con una sólida formación marxista y atea, es frecuente que me reconvengan por participar de esta celebración. En realidad ni me da ni me quita absolutamente nada. Hace poco menos de diez años leí la “Historia del cristianismo” que dirigió el profesor emérito Alain Corbin de la Universidad de París. Su erudita investigación, soportada en el trabajo de un gran equipo humano, llamó mi atención por el planteamiento de que seamos creyentes o no –no lo soy– “el cristianismo impregna, de forma más que evidente la vida cotidiana, los valores y las opciones estéticas incluso de aquellos que lo ignoran”. Pone de testigos los grandes monumentos arquitectónicos de muchos siglos, la música de Bach, los cuadros de Rembrandt, las cumbres de las letras que son Stendhal o Hugo, en fin tantos y tantos hechos, obras que nos abruman y convencen de esa afirmación.En tiempos de Navidad es impertinente rebatir esos argumentos, y lo creo imposible, y por decirlo en recuerdo de Dickens, si sabemos que al mismísimo Ebenezer Scrooge se le reblandeció el corazón a la hora de la festividad que recuerda el natalicio en Belén, según reseña la vieja leyenda.

El valioso juguete me sirvió por su esencia lúdica que me educó para encontrarme con la vida. En Camargo, a orillas del Río Florido, había una estación del ferrocarril y ahí vi a las ahora extintas locomotoras de vapor, el trajín social de los pasajeros y cómo se descargaban innumerables mercancías, y hasta recuerdo las latas que contenían las películas que luego se trasladaban al Cine Alcázar. Con la escasa literatura a mi alcance, aprendí la importancia del vapor en el desarrollo de la industria; me tocó verlo aplicado en una vieja fábrica textil del lugar. Llegaron a mí los nombre de James Watt, Robert Fulton y George Stephenson, este último que terminó por monopolizar la invención de la locomotora, que en realidad, como todas la obras humanas, se debe a muchos más hombres y mujeres que los que podamos imaginar.

Para mí, acercarme a todo esto significaba que un juguete me permitía comprender mucho mejor la realidad. Jugué con mi tren horas y horas: en ocasiones disponía las vías en un gran óvalo, en otras formando un gran círculo. Si deseaba velocidad, cortaba los carros o los disminuía, pero nada era mejor que ver el conjunto y construía paisajes a los lados de las vías, también túneles, y en ocasiones cargaba de soldaditos los furgones metaleros. Creo que hasta intenté, con un caja de zapatos, construir una especie de estación. En fin, había recibido lo que luego se dio en llamar un “juguete educativo”, no bélico ni fomentador de la violencia. Homo ludens, dicen los filósofos.

Con el tiempo, como suele suceder, los juguetes fueron quedando de lado frente a otras actividades propias del desarrollo personal. Pero el recuerdo de los trenes prevaleció y en cuanto a oportunidad se presentaba se convertía en motivo de conversación, más cuando trabé muchas amistades con trabajadores ferrocarrileros. En una ocasión leí que las revoluciones eran las locomotoras de la historia y la frase me sorprendió no sólo como la metáfora que esta implícita en esa afirmación, sino el ver en el cine las escenas de la Revolución mexicana, luego la rusa, en las que literalmente los trenes se convertían en actores directos del propio acontecer humano. Y así las intrigas que narra la literatura que acontecían en los coches dormitorio, sin dejar de lado las escalofriantes escenas que se asocian a trenes y ferrocarriles durante la guerra europea contra el nazismo.

El nombre del paisajista José María Velasco no tan sólo está asociado al Valle de México sino a unas paralelas por donde corría un tren –“…va por la vía como aguinaldo de juguetería”, dijo López Velarde en La suave patria–, sino además al hecho incontrovertible de que fue durante el gobierno de Porfirio Díaz que México, incorporándose al mundo, logró construir alrededor de 25 mil kilómetros de vía y comunicó al país en todas las direcciones y propició la extracción en gran escala de minerales industriales, al amparo de un régimen excluyente y de privilegios. De alguna manera el oro y la plata cedían ante el hierro, el cobre, el zinc y el plomo.

Luego otra revolución industrial empezó a sacar de escena los trenes, en favor de automóviles y aeronaves. En la opinión de Tony Judt, “nosotros ya no vemos el mundo moderno a partir de la imagen del tren, pero seguimos viviendo en el mundo que los trenes hicieron posible”. Es una idea que también va envejeciendo, a pesar de que el historiador es un gran defensor del renacimiento de los trenes en el mundo, sobre todo para desplazamientos de corta distancia.

Sin duda perder los trenes es perder grandes bienes, es cuestionar una modernidad que no repara en el papel preponderante que ha de tener la sociedad, a contrapelo de la proliferación de un individualismo extremo que lleva a preterir la vida colectiva. Es tirar al olvido una parte esencial que nos permitió llegar hasta aquí.

En otra etapa de mi vida, con el recuerdo de los trenes llegaron a mí los nombres de dos gigantes valerosos, por cuya libertad luché: Demetrio Vallejo y Valentín Campa, a los que tuve oportunidad de conocer y valorar por su desinterés personal por los bienes y por la entrega de sus vidas a los otros. Conocí a Manuel Valles Muela, el orgulloso sindicalista, a todo su grupo, y con ellos estudiamos la posibilidad de arribar a un mundo mejor. Estudiábamos a Marx y a Lenin y reflexionábamos en la Casa Redonda que hoy alberga un museo en la ciudad de Chihuahua, en la esquina de la Avenida Colón y Escudero. Muchas veces leímos ahí los editoriales contenidos en el periódico obrero El Martillo. En una ocasión que hacíamos un viaje de Chihuahua a Torreón, Gloria Madrigal –esposa del ferrocarrilero Raúl Leos Sánchez– ordenó detener el tren para hacernos llegar una suculenta cena. Eso, lo sé, no va con el rigor de un servicio público, pero, ¡oh!, tiempo.

Siempre llevé en la memoria aquel regalo que me proporcionó dicha en la infancia. Desde un tren pensaba que podíamos dar un gran salto en la historia, hacer una revolución, soñar en la justicia y en la libertad. Ya para entonces había leído que “todas las familias felices se parecen entre sí, cada familia desdichada lo es a su manera”, la genial frase con la que León Tolstoi inicia su “Ana Karenina”, que murió lanzándose, precisamente, a las vías de un tren.

A mí el regalo recibido no me ha prodigado ninguna tragedia; al contrario, me ha enseñado, como ya lo dije, a vivir en una sociedad de la que descreo, pero de la que no elimino ni su propia historia y mucho menos sus tradiciones, que hoy ocupan a miles y miles de seres humanos en una fiebre de mercantilismo.

(Fotos: Sebastián García Ruiz)