Con Andrés Manuel López Obrador  triunfó en México esa oleada internacional de populismo como protesta y rebeldía ante la globalización, ante las limitaciones de reparto social de la riqueza, ante el prolongado usufructo del poder de las élites privilegiadas, ante la persistencia de la pobreza extrema y del fastidio enorme por la corrupción y la impunidad. 

Ese populismo es una respuesta a la sensación de abandono de las clases populares y conlleva una forma novedosa de la acción colectiva; es también una forma de hacer política que lo mismo se acomoda con fines nacionalistas de independencia ante una metrópoli, que de protección ante externos competidores; lo mismo se ajusta al “nacionalismo revolucionario” de López Obrador que al proteccionismo de Donald Trump. Todo populismo viene siempre acompañado de  formas autoritarias de ejercer sus dominios. Pero no sólo de esto se acompaña.

Los diversos ropajes del populismo tienen, sin embargo, rasgos comunes, discursos similares coincidentes hasta en las frases. Veamos un ejemplo. En el discurso pronunciado en el Zócalo de la Ciudad de México el primero de diciembre pasado, celebrando la toma de posesión como presidente de la república, el nuevo titular del Ejecutivo, arropado en el ceremonial de purificación indígena, sentenció:  “No me dejen solo porque sin ustedes no valgo nada, o casi nada (…). Yo ya no me pertenezco, yo soy de ustedes. Sin ustedes, y con todo respeto, hablando en terreno político, los conservadores me avasallarían fácilmente, pero con ustedes me van a hacer lo que el viento a Juárez”.  

Años atrás, otro personaje dijo:

“Yo, Hugo Chávez Frías, no me pertenezco a mí mismo. Yo, todo mi ser le pertenece a ustedes, el pueblo de Venezuela”, palabras dichas tras ganar elecciones en 1999.

En ambos casos, por la gracia y emotividad del discurso, el líder y la masa sienten fundirse, integrarse en una sola unidad. El primero se transmuta en pueblo, encarna a la multitud que se torna realizada en sus aspiraciones abstractas. Se disipa así la distancia y el hombre se disuelve y pervive como pueblo; son (los dos, Andrés y Hugo) la transfiguración del pueblo mismo sin intermediarios. Es la comunión religiosa del discurso y la muchedumbre, paso necesario e indispensable para el despliegue de la figura del salvador, del esperado mesías, y así, imperceptiblemente, avanza la silenciosa psicopatología del poder en la figura de la desmesura, la arrogancia, la megalomanía consagrada por la divisa aquella de que “nada tiene más éxito que el éxito”. 

Todo ello expresa esa singular y ocasional comunicación entre el líder y el pueblo hechizado por las palabras de su guía. El triunfo del populista radica en establecer esos vasos comunicantes: “El pueblo nunca se equivoca”, “el pueblo es sabio”, exclama el líder y la multitud vibra  con la sentencia de su vocero infalible. 

Dos destacados populistas, la coincidencia habla por sí misma: ¿avanzaremos acaso hacia una especie de demencia colectiva en pleno siglo XXI? Lo veremos.