El activista rarámuri Julián Carrillo Martínez fue asesinado. Su crimen es un capítulo más de la ancestral violencia que ha sembrado de mártires al país, al México que tiene en estos mártires la expresión de los condenados de la tierra y la aguerrida lucha por lo que les pertenece.

Su muerte fue precedida por otras y, en la inmediatez, por la de Isidro Baldenegro. El escenario no puede ser menos emblemático: la tierra sin ley de Guadalupe y Calvo, donde imperan las armas, la delincuencia, el caciquismo y un Estado fracasado que no garantiza absolutamente nada, particularmente el derecho a la vida. 

Carrillo Martínez fue un líder de su comunidad, defensor de los grandes recursos naturales que ahí están. Gozaba de un mecanismo de protección que se concede a los derechohumanistas, pero que no alcanzó para salvar su vida. 

La vida de Carrillo Martínez se movió entre dos polos: la dignidad de los humillados y la fortaleza en la búsqueda de lo que les pertenece, por un lado; y la arrogancia de quienes no tienen más alternativa para imponerse que la violencia y la muerte, al lado de un Estado y gobierno inertes.

Julián Carrillo Martínez es una cuenta más en un inmenso rosario de abusos; por ahora no viene al caso dar a conocer nombres, en todos los rincones de México se les recuerda.

Se sumará a otros casos que conforman las estadísticas del gobierno que empieza por desplegar un operativo de búsqueda de los asesinos, que como siempre desemboca en nada, apostándole al olvido.

Nos debe fortalecer esta muerte en la convicción de un viejo y legendario sabio que dijo: “considérate en guerra con los enemigos de tu pueblo”. 

Con coraje y dolor, me dirijo a su familia, a sus compañeros de la comunidad, a quienes lo acompañaron en su lucha con un abrazo solidario. Muy temprano escuché parte de la sinfonía de Silvestre Revueltas que nos da cuenta, a través de la música, que esta historia es de dolor y también de lucha. 

Hasta vencer.