El que esto escribe no es afecto a los premios que se otorgan al periodismo; tampoco está en contra. Los buenos premios deben recibir el tratamiento que recomendó Winston Churchill: no se buscan, no se rechazan, no se presumen. Aquí en México somos expertos en lo primero y en lo tercero. Muy escasamente encontraremos a quienes declinan recibir una distinción o presea.

Ahora que se va a discutir una iniciativa corralista sobre las relaciones publicitarias entre gobierno y medios, ha salido a relucir la intervención, supuesta, en torno a los premios, que por cierto ya hay tantos que hasta su sentido van perdiendo. Pero mi desafección a ellos no me mueve a comentarios y sí a un recuerdo. Va este:

En la legislatura del estado que trabajó el trienio 2004-2008 se decretó la existencia del premio periodístico que llevó por nombre “Ignacio Rodríguez Terrazas”, político y comunicador asesinado durante el conflicto salvadoreño en Centroamérica. Sin duda Nacho fue un hombre de enorme mérito y contribuyó a dar brillo a una cierta mirada sobre el periodismo. Su primera edición honró a Alejandro Gutiérrez, periodista que inició sus labores aquí en la ciudad de Chihuahua, que muy pronto destacó y se ubicó en medios nacionales, particularmente en la revista Proceso. Por avatares que hoy no viene al caso recordar, Alejandro se fue al exilio, como una forma de proteger su vida y su obra. Precisamente estando fuera del país es que se le entregó el premio. Una sencilla medalla de oro que recibió en manos de su hija.

El decreto que creó el premio está vigente, se ha cumplido en única ocasión y al parecer puso una vara muy alta para merecerlo. Conjeturo. El hecho es que jamás se volvió a otorgar. Me convencí más, desde entonces, que estos premios, cuando lo son, generan el desafecto de los poderosos y no se diga la envidia de los aspirantes potenciales.

A la distancia creo que fue mejor así. Quizá Nacho, si hay otra vida –lo dudo 99.99 por ciento, y un poco más– le daría malestar estomacal.