Hasta donde alcanza mi capacidad para examinar la coyuntura y la perspectiva electoral federal, el PRI y su candidato presidencial están en un callejón sin salida cuya desembocadura inexorable es la derrota electoral de mediados de año y el fin de la historia que empezó en 1929 y, andando el tiempo, convirtió al viejo aparato corporativo y clientelar en un partido de Estado que entró, ahora, en su fase terminal. No hay, por sencilla que sea, acción que le salga bien. Pero en realidad lo que se deja sentir es que está en su propia marcha de la locura, realizando cuanta acción le es permitida para su fracaso final. Semeja al que cava su propia tumba, paciente, cariñosa y diligentemente.

No se puede despojar de César Duarte, por ejemplo. Al contrario, en realidad se le favorece por la PGR peñanietista convertida en aparato de presión del PRI. Así, la reciente intentona de no ejercicio de la acción penal en su contra, caló profundamente no nada más en los confines de Chihuahua, sino en todo el país, restándoles puntaje.

Pero no sólo eso, la selección de sus candidatos habla de una decisión obsesiva por perder: el sólo hecho del nombramiento, en una lista plurinominal, del presidente nacional del PRI Enrique Ochoa Reza, expresa que tienen el comportamiento de las ratas cuando se hunde el barco. Antes un presidente nacional del PRI estaba en la antesala de una secretaría de Estado; hoy es la vía para formar parte de una minoría congresional, eso sí, con fuero por lo que el tiempo encoja.

Además, tratar de revivir a Héctor Murguía Lardizábal va en el mismo sentido, no obstante que es impresentable, y entregar la candidatura a la alcaldía al lenocinio y al duartismo dice lo mismo. Le hacen barranco al llano, ya no pueden, y qué bueno.

En igual ruta está la carta que le dirigió a Jaime Ramón Herrera Corral el diputado federal y candidato a alcalde de Chihuahua, Alejandro Domínguez. Con preguntas tan extemporáneas que revelan complicidad y cinismo, cree que alguien puede tomarlo como opción. No se da cuenta que confiar reincidentemente en un traidor nunca ha sido recomendable. Pero, de que algo le sabe a la señorita Campos Galván no hay duda; además, no es el único que está enterado y menos que lo tenga documentado a detalle. Pero en esto no quiero tener lo que llamó Renato Leduc, en su famoso soneto, “la dicha inicua de perder el tiempo”.