A los hombres notables –Alejandro Magno, Napoleón, por ejemplo– se les suele endilgar frases que en realidad no hay certidumbre de que las hayan pronunciado. Igual sucede con Porfirio Díaz, del que se afirma, dijo: “Ya soltaron la yeguada, a ver ahora quién la junta”. Historiadores serios la recogen y aquel tiempo cuando fue real les favorece: estaba por iniciar una revolución.

López Obrador no tendrá mucho problema cuando se registre lo que afirmó ante los banqueros en Acapulco, el pasado 9 de marzo. Va la cita:

“Tengo dos caminos: Palacio Nacional o Palenque, Chiapas. Si las elecciones son limpias, son libres, me voy a Palenque, Chiapas, Tranquilo”.

Y agregó:

“Si se atreven a hacer fraude electoral, me voy también a Palenque y a ver quien va a domar al tigre. El que suelte el tigre que lo amarre. Ya no voy a estar deteniendo a la gente luego de un fraude electoral. Así de claro”.

La primera parte, aparentemente, no tiene problema: sería la historia de los muchos que en el mundo han perdido elecciones con esas características, hasta ahora no siempre presentes aquí.

La segunda, tiene sus asegunes. La historia del país puede auxiliarnos para la mejor comprensión de esta frase. Francisco I. Madero, frente a una situación similar, no dudó en convocar a un levantamiento armado el 20 de noviembre de 1910, y a las 6 de la tarde. Es la única insurrección en el mundo convocada públicamente con hora exacta. Es que don Panchito sabía las consecuencias de la agitación anti-reeleccionista que había abierto y la responsabilidad personal que eso entrañaba frente a la dictadura; sus seguidores también, como sucedió, por ejemplo, en San Isidro, en el municipio de Guerrero, Chihuahua.

Venustiano Carranza (previamente había dicho en la Casa de Adobe: “Revolución que transa es revolución perdida”), a la hora del golpe huertista, apoyado en la parte de soberanía que toca Coahuila y con toda legalidad, convocó a la creación del Ejercito Constitucionalista, desconoció la usurpación y sus gobernadores en los estados y, encargado como Primer Jefe, asumió una Presidencia provisional que condujo a un levantamiento popular –Villa, Obregón y otros surgieron–, derrotó al ejército federal y mandó al diablo a Victoriano y los suyos. Luego vino la Constitución de 1917.

Ninguno, después de un fraude electoral o crimen descomunal, pensó en irse tranquilo a ninguna otra parte. Asumieron su responsabilidad. Cierto que también en nuestra historia hay quienes aspiraron a la Presidencia y luego dijeron que México no los merecía, pero esa es otra historia. Aquí no valen frases tales como: “Après moi, le déluge” (después de mí, el diluvio), de Luis XV de Francia.

Estamos parados donde mismo. Pienso que tanto en 1988 como en 2006 la izquierda no supo, o no quiso, manejar la crisis para dar un salto cuantitativo y avanzar hacia un cambio en la vida política nacional. Ahí estuvimos ante la posibilidad de una revolución política que habría resuelto muchos de los problemas nacionales que hoy tenemos, entre otros consolidar la vida democrática.

Pensando en eso es que tengo por inadmisible, en primer lugar, que al pueblo se le tilde en la figura zoológica de un tigre sujeto a un domador, más cuando este sugiere que ya jugó ese papel. En 2018 y ante un escenario catastrófico como el sugerido, sobrarán compuertas para contener la ira ciudadana y entonces un pueblo inerme no puede quedar al garete, menos pensando que ya está vigente la Ley de Seguridad Interior.

Si a claridad vamos, hay una: la de la responsabilidad del liderazgo de cara a la fuerza material que hoy cobra en la sociedad la necesidad de jubilar al régimen que aplasta a todos los mexicanos. Un régimen que hace tiempo dio de si, que está podrido, que envilece a México, que no nos hemos merecido nunca.

Pensando en esto es que se fortalece la idea que los demócratas consecuentes, su sector de izquierda progresiva y los ciudadanos para englobarlo todo en un concepto amplio, no pueden estar sujetos a un liderazgo caprichoso y unipersonal.

En 2006 los perredistas chihuahuenses fuimos despreciados al padecer la imposición de los candidatos que quisieron López Obrador, Camacho Solís y Cota Martínez. No nos escucharon. Tampoco lo hicieron para dar una respuesta certera, iniciando una resistencia civil nacional dirigida por el primero, que prefirió levantarse como presidente legítimo, electo a mano alzada en el zócalo de la Ciudad de México. Se iniciaba ya la decadencia de una izquierda convertida en movimiento, despojada de su irrenunciable perfil partidario, y los procedimientos democráticos se sometieron a la visión única de un caudillo. Entre otras razones, por eso gran parte de la izquierda está dispersa en el país.

Ciertamente que a diferencia de los sucesos históricos aludidos, no son las armas las que le darán sustento al cambio de régimen en el país. Hay formas pacíficas de desobediencia civil, tan fuertes que pueden sepultar a este régimen que nos oprime, nos vende al imperio, nos violenta con su guerra, nos aplasta con su corrupción descomunal.

México no necesita ni de domadores en activo, ni de domadores en huelga.

Necesita ciudadanos rebeldes.